Por Víctor Roura*
1. La balacera en torno del estadio Modelo en Torreón durante el partido de futbol entre Santos y Morelia y el incendio en el Casino Royale de Monterrey por cuestiones de “derecho de piso”, lo que habla de una habitual extorsión de la criminalidad organizada en las empresas consolidadas, sólo ha evidenciado, una vez más, la derrota gubernamental ante el triunfo innegable de la corrupción, ya que ahora resulta que la misma Secretaría de Gobernación desconoce, en lo absoluto –según sus autoridades–, cómo se mueve esta industria de hacer continuamente dinero. Y, en lugar de controlar o precisar su propia turbación, lo que ha hecho la acomodaticia burocracia es ir hasta estos consorcios para retirarles cuanta maquinaria de juegos se topara en su paso (¡se dice que más de tres mil en un solo día, nomás para que no se diga que no hay eficacia cuando se proponen ser eficaces!). Pero es explicable este comportamiento, ya que es más sencillo tapar el maldito pozo después de que el niño muriera allí ahogado que haberlo hecho con anterioridad, pues eso hubiera implicado una política de prevención, de la cual ampliamente carece el gobierno federal. ¿No los hombres que fueron detenidos de inmediato por este asesinato masivo (¡más de medio centenar de personas inocentes ahogadas o quemadas!) habían sido aprehendidos el año pasado por delitos gravosos de violencia en robos armados contra automovilistas? Sin ninguna dificultad obtuvieron su libertad por haber depositado con puntualidad cualquier cantidad de dinero, basándose en las normas constitucionales de justicia del estado de Nuevo León. Dice el admirable juez español Baltasar Garzón, de visita por esos días en el país, que estos entrampamientos pueden acabarse siempre y cuando haya una voluntad generalizada de los poderes por acabar con los demonios de la corrupción, que crean el salvajismo incluso en los Estados más pretendidamente democráticos. Y la gente –del norte y del sur, del este y del oeste, del sureste y del centro— ya no sabe a quién rezarle porque, como dice una bellamente afligida canción de León Gieco, Dios no está hoy para escuchar ya a nadie.
2. Sin embargo, no a todos los desvanece la honda tristeza. Por ejemplo, a Elba Esther Gordillo, quien el martes 30 de agosto, delante del presidente Felipe Calderón y de cientos de niños a quienes minutos antes había otorgado una beca, gritó –en esos desfogues que pretenden ser discursos realistas cuando no pasan de ser vaguedades cimbrantes de una oradora extemporánea— que ése, y ninguno otro, era el mejor momento de su vida porque ella (la profesora emérita, una de las mujeres más ricas de México por liderear el sindicato del magisterio, desilustrada y distanciada de la cultura nacional), que, según peroró, había dedicado toda su vida a la educación, no podía sino sentir alegría al otorgar una beca a la niñez desamparada, esa niñez alejada de la violencia, alejada de cualquier mal, alejada de los intereses malsanos que ha producido el narcotráfico. Lo malo es que no dijo que la mayoría de esos niños ve la televisión, lo que de antemano anulará lentamente el aprendizaje inculcado en los colegios por sus maestros, que también están sumidos en la televisión, conformando, ¡ay!, un círculo enfebrecidamente vicioso.
*Periodista y editor cultural.