Por Joel Isaías Barraza Verduzco*
Para Manuel Puig, esto que se escribió bajo su mirada y en su casa en Río.
Lobito está tirado sobre la mesa del cuarto semivacío como coagulado, entre paréntesis, acechante. Las cortinas del segundo piso embolsan el aire que sube por el cubo de la escalera de caracol, cubiertas de soles y palmeras que se hinchan con cada bocanada refrescante, trayendo los sonidos de pasos y motores de la calle cercana. El piso de madera brilla con destellos opacos y difusos, gastado, maltratado y tibio, mientras las botas norteñas de Lobito taconean con nervio y tedio, tallan intermitentes ritmos conocidos y terminan por quedar estáticas, inertes, coaguladas como su joven propietario que se deja crecer una barba tupida y oscura, cerrada, que cubre el rostro casi por completo, dando el apodo al famoso Lobito, querido por todos en su familia.
En el pasillo, vibran pasos que se acercan al cuarto de Lobito, se detienen para luego escuchar que alguien toca con la punta del zapato la parte baja de la puerta de madera de pino, cubierta por mil capas de pintura de colores diversos, que denuncian los gustos diferentes de los muchos inquilinos que han dejado rebanadas de su vida en este lugar.
Lobito respira profundo recuperando la vertical y lanzando la silla de tijera para atrás, se para en las dos botas, se dirige a la puerta sabiendo que quien toca de tal forma es el Cocos, que le trae desayuno y -aún mejor- noticias de algún trabajo bueno para sobrevivir, mientras llega la suerte que todos esperamos, el golpe transparente, el número fortuna, o la morra con pesos que pagará sonriente los favores prestados del apuesto galán.
Cuando se abre la puerta, el cuarto se rellena de un aroma de ajos, cebollas y papas crudas y el Cocos deposita sobre la mesa inerte un racimo de rábanos, tres tomates, una cebolla güera, dos bolillos y una bolsa de papel con cuatro huevos crudos, una barrita de margarina y un rollo de papel higiénico. Todo sale de bolsos diferentes del amplio pantalón, debajo del jorongo de lana de Chiconcuac, que despide ese aroma de ajos con cebollas que rellena la tibieza del cuarto azul.
-Pinche Cocos –dice Lobito,- ya lava ese jorongo, está impregnado del cuarto donde duermes, antes de que llegaras ya sabía por los aromas en el pasillo que’ras tú.
-Pues sí carnal, pero ese cuarto es el más calientito del almacén. Y con este jorongo cobertor no necesito taparme, me fumo un churro y duermo de punta a cola de la noche.
Lobito da la vuelta y se desliza para el rincón del cuarto en donde tiene otra silla, levantando la bolsa de dormir saca una plancha con teflón, que conecta en el cordón de la luz que cae sobre la mesa, la pone entre dos libros gruesos con lo plano hacia arriba, después de mover el control hasta caliente máximo. El Cocos abre una puerta angosta en la pared azul y abriendo el grifo del lavamanos deja caer los rábanos, los tomates y dos platos de plástico beige, dos cucharas de peltre y una espátula de plástico negro y delgada. Lava todo cuidadosamente bajo el chorro de agua turbia y lo seca con la toalla que cuelga del tubo que divide el baño en dos.
Lobito para entonces ha untado la plancha con margarina y soltando los huevos sobre la superficie caliente, los fríe de uno en uno, evita se revienten las yemas levantándolos con la espátula que el Cocos lavó primero para seguir con lo demás. El Cocos saca una navaja roja del bolsillo, la abre en la hoja más delgada y rebana los tomates, parte los rábanos en cruz y destripa los bolillos tirando el migajón en el cubo del rincón, sin dejar caer ni una migaja en el limpio suelo de madera. Coloca las raciones en los platos de plástico ya secos y lavados, mientras Lobito deposita con cuidado un par de huevos estrellados para cada uno, desconecta la plancha limpiándola con un trozo de jerga gris, empareja los gruesos libros con cariño diciendo con orgullo:
–Quien dijera que los libros de Borges y Cortázar, bien pueden servir para preparar unos huevos a la plancha, y sin tener recetas de cocina. Quedaron calientitos y olorosos, ponles los bolillos encima para que los tibien un poco. A lo mejor a la Maga se le antojan los huevos a la plancha, y sobre todo a Oliveira.
El Cocos deja salir una risita sarcástica y se dispone a sentarse pero Lobito lo para diciendo:
-Espérate carnal, primero saca las dos güeras del tinaco del baño, deben estar como hueso, pasaron toda la noche refrescándose.
El Cocos obedece con agrado y extrae dos botellas de cerveza clara, las destapa con cuidado con una hoja de su navaja y las coloca sobre la mesa, jala su silla, suspira hondo y cierra los ojos mientras respira el aire que flota en el cuarto azul, da el primer trago a la cerveza fresca y empieza a comer, mirando con cariño a su hermano menor, del que todos en la familia están tan orgullosos.
*Antropólogo e investigador, AHGES.