Por Faustino López Osuna*
Esto sucedió a mitad del sexenio de Miguel Alemán Valdés (1946-1952). Aguacaliente de Gárate no se recuperaba de que le hubieran achacado la muerte del gobernador Rodolfo T. Loaiza a Rodolfo Valdés Valdés “El Gitano”, oriundo de la comunidad. A ningún pueblo de Sinaloa le ocurrió lo mismo jamás, en toda su historia. Una descomunal injusticia.
En 1948, ya estaba construida la carretera internacional México-Nogales y faltaba la terminación de los puentes sobre los ríos Baluarte, en El Rosario, y Presidio, en Villa Unión, que todavía se cruzaban en pangas. En los veranos de entonces, era natural, cuando se plantaban las lluvias durante semanas, escuchar por las noches, a 15 kilómetros de distancia, cómo bramaba el mar, al desembocar en él todo su poderoso caudal de agua dulce, el Presidio.
Mi padre, que nunca faltaba a dormir, salvo cuando salía al monte de cacería, aquel día, andando de negocios en Mazatlán, se tuvo que quedar en el puerto, porque una lluvia torrencial impidió que se pudiera cruzar el río en Villa Unión. Esa noche, la tempestad, con vientos huracanados, se precipitó sobre Aguacaliente. Nuestra casa, construida en una esquina del cruce de dos calles por las que bajan los escurrimientos de los cerros y lomas del sur, este y oeste del barrio, iniciando el más largo arroyo que cruza de sur a norte la población, hasta formar el Arroyo Hondo, al poco tiempo empezó a inundarse por debajo de las puertas.
En medio de la penumbra apenas rasgada por los relámpagos, mi madre nos reunió a los cuatro hermanos en una sola habitación que daba a la calle, cuando empezamos a ver chorros de agua metiéndose por los intersticios hasta de las ventanas, a lo largo de las mismas, lo que indicaba que la corriente afuera tenía una altura de casi dos metros. Mi madre, alarmada, exclamó: “¡Dios mío, es una tromba!” y, sin abatirse, abrazándonos a todos, se puso a rezar un Ave María, confiando en que resistieran las aldabas de las puertas, que se cimbraban a punto de reventar, al tiempo que empezaban a flotar las camas y los muebles en la sala.
Cosas de la Providencia, dirán algunos, media cuadra arriba, vivía Toño Zatarain, compadre de mi padre, quien reunió a sus hijos mayores, diciéndoles: “Mi compadre Geñito anda en el puerto. Así que vamos a llegar hasta su casa a ayudar a su mujer, que está sola con los niños”. Y amarrándose con sogas para que no los arrastrara la corriente, sujetándose de los palos del cerco de El Compalle que llegaba hasta el de nuestra vivienda, enfrente de la casa de La Chuy y El Cande, entraron por el patio donde el agua les daba casi a la cintura. Y con el mismo procedimiento que utilizaron para llegar, nos rescataron, dándonos abrigo en su casa, en tanto que vimos arrastrar velozmente por la corriente a una vaca, patas arriba.
Fue a esa edad, para entrar a la primaria, que supe qué era una tromba, la cual, técnicamente, es una columna de agua, que se eleva desde el mar, con movimiento giratorio por efecto de un torbellino atmosférico, conocida comúnmente, también, como manga. Por alguna razón, la gente de estos rumbos piensa que la tromba cae y la manga levanta. Así se explica cuando llueven sapos o peces, que fueron absorbidos de un lago o del mar, por una manga. De esas lluvias conocimos igualmente en mi pueblo, lo mismo que de granizos del tamaño de una bola de beisbol, en pleno trópico, mucho antes de que Gabriel García Márquez, con su realismo fantástico, pusiera los ojos cuadrados a los europeos con los portentos de la naturaleza latinoamericana.
Y eso que no vivió aquella tromba de 1948.
*Economista y compositor.