Por Faustino López Osuna*
Después de vivir once años en la ciudad de México, entre 1960 y 1973, había decidido jamás volver a radicar en la famosa Ciudad de los Palacios. Pero en diciembre de 1982, me llamó don Alfonso G. Calderón para que me hiciera cargo de la secretaría particular de la subsecretaría de pesca, situación que dio pie para que me quedara otros diez años más en la capital de la República. Daba tumbos el sexenio de Miguel de la Madrid Hurtado, sobre todo durante el terremoto de 1985.
En 1990, ya con Carlos Salinas de Gortari en la presidencia y reestablecidas las relaciones con El Vaticano, rotas desde cien años atrás en tiempos del presidente Benito Juárez, se anunció una segunda visita a nuestro país del Papa polaco Juan Pablo II, a realizarse del 6 al 13 de mayo de ese año, para asistir a la Homilía de la Beatificación de Juan Diego Cuauhtlatoatzin. La primera de cinco visitas papales a México había ocurrido del 26 de enero al 1 de febrero de 1979, siendo presidente José López Portillo, quien, al no haber aún relaciones en su sexenio con El Vaticano, mandó construir una capilla en el interior de Los Pinos, para que su señora madre pudiera encontrarse, ahí, con Juan Pablo II.
En los días de la segunda visita, yo vivía en Paseo de Reforma, casi esquina con avenida Insurgentes centro, en el mismo edificio donde residía con su familia el poeta Mario Arturo Ramos y, con toda una vida de estar ahí, el gran comediante “Palillo”. Contra esquina del edificio, sobre Insurgentes, hay un restaurante Vip´s, donde invariablemente, al caer la noche, cruzaba a tomar café. El 6 de mayo, primer día de la visita papal, previendo el colapso de la ciudad de México, decidí salir desde muy temprano a visitar a mi hermana Waldina, en Cholula, Puebla y pasar el día con ella.
Calculé mi regreso para el oscurecer, cuando ya hubiera pasado la tempestad de la multitudinaria concentración en la Basílica de Guadalupe. Pero calculé mal. Cuando entrábamos a la ciudad en autobús, se nos desvió de calzada Ignacio Zaragoza a una ruta atrás del aeropuerto. Hicimos un inmenso rodeo por zonas salitrosas de ciudad Nezahualcóyotl. Después de la terminal, tomé la ruta del metro a la glorieta Insurgentes y de ahí me dirigí a Paseo de Reforma. En cuanto llegué al departamento, salí rumbo al café. Para evitar la avalancha de gente que normalmente cruzaba Reforma hacia mi lateral, yo acostumbraba hacerme a la izquierda y avanzaba rodeando la glorieta de Cuauhtémoc sobre la avenida Insurgentes.
No recuerdo con exactitud la hora, pero serían entre las 7 y las 8 de la noche. Extrañamente, el tráfico era mínimo. Imaginaba que donde estaba más complicado era sobre el mismo Paseo de Reforma con rumbo a la Basílica, después de Peralvillo, Río Consulado y Calzada de los Misterios, donde desde hacía más de tres días había gente llegada de provincia, pernoctando a la intemperie, esperando ver al Papa.
Y sucedió algo fortuito, que para muchos creyentes sería un milagro o cosa parecida. Algo extraordinario totalmente inesperado. Al ir caminando cruzando la lateral, girando en sentido contrario, por mi espalda, se me emparejaron dos motociclistas de tránsito de la ciudad, obligándome por instinto a subirme a la orilla del camellón central de Reforma y, enseguida de ellos, girando igualmente sobre Insurgentes con rumbo al sur, iba el papamóvil, mismo que, por la elipse sobre la que giró, casi me rozó, quedándome el Papa Juan Pablo II al alcance de la mano. Sorprendido, a su vez, el Papa, del encuentro inusitado, me sonrió, al tiempo que hizo una ligera reverencia elevando solemnemente su brazo derecho y me bendijo.
Yo apenas reaccioné con el saludo del adiós que le enseñan a hacer a los niños, al tiempo que se alejaba, delante de mí, el papamóvil.
Todo sucedió tan de repente, que no conté con nadie que me sirviera de testigo. Creo que me sobrevino una suerte de aturdimiento con destellos de incredulidad y una inusitada euforia. Me resultaba totalmente ilógico pensar que me había alejado alrededor de 500 kilómetros para no acabar envuelto en una turbamulta por la tan anunciada visita de Karol
Wojtyla y al finalizar el día terminaba, casi solitariamente, encontrándomelo en medio de la segunda ciudad más grande del planeta.
Tuve que reconocer que acertaron los agentes secretos en su estrategia de no escoltar el vehículo papal con patrullas que hubieran provocado el caos vial, en su recorrido al sur de la ciudad, donde está la sede eclesial católica, por Tlalpan. Recuerdo que no era como el que utiliza el pontífice para ir de pie, sino más bien un sofá para dos personas. A su derecha lo acompañaba, conversando, tal vez el Nuncio Apostólico. Protegido, como se sabe, con un cristal, de pureza tan perfecta, que no se percibe, a prueba de explosivos, pero descubierto, de tal manera que cualquier automóvil que le diera alcance, lo estaría viendo avanzar, delante de él, de frente.
En estos días en que las circunstancias políticas religiosas lo vuelven a colocar en el ojo del mundo, se puede agregar que, tras la sospechosa muerte de su antecesor, Juan Pablo I, que fue Papa solamente 33 días, Juan Pablo II fue el primer Sumo Pontífice no italiano desde 1522.
En 23 años, de 1979 a 2002, visitó México cinco veces. Las otras tres fueron, la tercera, a Mérida, del 1 al 12 de agosto de 1993; la cuarta, del 22 al 26 de enero de 1999 y, la quinta y última, del 30 de julio al 1 de agosto de 2002.
Nunca platiqué la experiencia vivida con Juan Pablo II, ni con mi propia madre, cuyo sincero catolicismo la habría hecho sentirse orgullosa de que uno de sus hijos hubiera sido bendecido personalmente por el Papa.
*Economista y compositor.