En el centenario del fallecimiento de José de la Mora, acaecido en mayo de 1911, presentamos este editorial de su responsabilidad.
He aquí dos entidades que conviene separar para que el vulgo, que tergiversa todo, no las confunda.
El primero deja a diario en las cuartillas que escribe las lucubraciones del cerebro, la savia de la inteligencia, el calor de las convicciones, y es él quien en lo más eminente del peligro, durante esas sacudidas violentas que conmueven de cuajo las entrañas de la sociedad, alza la voz, su voz de oráculo, convirtiéndose, por amor al hombre, en evangelista, para unir a los malquistos con los dulces lazos de la concordia.
El segundo ha recibido de la masa social el encargo de velar por ella, de guiarla por los laboriosos derroteros, de limpiarla de las impurezas que la afean, de ser su más firme apoyo para la consecución de un fin altísimo: de poner siempre lo justo sobre lo legal, obligándose al gobernante, desde que ocupa el sitial del Poder, a que tanto su vida pública, cuanto la privada sean algo así como un fanal que permita ver al través de él al hombre puro, con la pureza del armiño.
El periodista y el gobernante están inseparablemente unidos, cual la sombra y el cuerpo, como el brazo y la mano.
El objetivo del gobernante es moralizar. El del periodista es difundir la luz.
Ambos son, pues, dentro de la familia humana, faros que sirven de norte, agentes civilizadores, ministros del progreso, modeladores del carácter.
Lo que el gobernante anhela, lo anhela el periodista. Si uno cae con la Cruz, el otro se adelanta a servirle de Cirineo. El mal que trata de extirpar aquel, este lo fustiga con la pluma, y de tal suerte marchan en armónico concierto el periodista y el gobernante, que los dos vienen a componer una sola aspiración, la noble aspiración del bien común.
No son, por tanto, el gobernante y el periodista, como supone al vulgo, dos entidades colocadas en el escenario de la vida pública para arremeterse furiosamente, dos electricidades opuestas, de cuyo choque tiene que brotar el rayo de la disconformidad. Son, por el contrario, dos energías opuestas al servicio de un mismo ideal, dos fuerzas que impelen con igual impulso, dos propósitos idénticos, dos voluntades que marchan de acuerdo.
Si entre los dos se produce alguna vez el choque, es porque el periodista o el gobernante no tienen la altura moral que es necesaria dentro de la gran misión que desempeñan en la sociedad.
Por desgracia, si todo lo anteriormente dicho debería ser en la vida práctica lo que habría de suceder, no acontece tal por diversos motivos, y son los principales la ignorancia de muchos gobernantes, y de algunos periodistas, y una especie de horror hereditario que mutuamente se tienen, horror proveniente de que hasta hoy han sido, uno y otro, por regla general, enemigos irreconciliables; el primero encarcelando, befando y aún manteniéndose al acecho del desliz o de la falta del gobernante para atacarlo duramente, zaherirlo, y aún calumniarlo.
Pero este horror desaparecerá el día que unos y otros sean menos ignorantes, y –como el horror de antaño del discípulo hacia el maestro- desaparecerá cuando nuestros prefectos y gobernantes no sean todos dómnes crueles que al menor desacato del chiquillo le den terribles palmetazos.
¿Estará próximo ese día?
*Editorial de Voz del Norte. Año V. Nº 363.
21 de diciembre de 1907, proporcionado por
Gilberto J. López Alanís.
Director del Archivo Histórico del Estado de Sinaloa.