Por Enrique Hubbart Urrea*
Hace unas semanas, de visita en el museo de Cosalá observé admirado cuánto más antigua es esa ciudad que mi tierra natal El Rosario. El director del museo me hizo ver que, por añadidura, mi terruño experimentó dos nacimientos, pues además del casi legendario incidente que llevó a Bonifacio Rojas a descubrir la veta de plata en 1655, hay que agregar que un cataclismo obligó a cambiar de sitio todo el centro del mineral, más de doscientos años después. Visto así, podría decirse que hablamos de dos Rosarios, pero me atrevo a apuntar que en realidad se trata de tres.
La leyenda señala que el vaquero Bonifacio Rojas, proveniente del poblado de Aguaverde en la margen derecha del río Baluarte, cabalgaba tras una vaquilla extraviada entre el matorral cuando una rama le arrancó un rosario que llevaba en el cuello. Con el fin de marcar el lugar arrojó su sombrero, continuó la persecución y al lazar al animal regresó a buscar su rosario. Para entonces ya había oscurecido y acampó en aquel lugar. Con enorme sorpresa, al remover las brasas de su fogata a la mañana siguiente descubrió que las piedras usadas para delimitarla contenían plata. El resto de la historia es muy conocida. El Mineral de Nuestra Señora del Rosario fue una de las más exitosas empresas mineras de la colonia, pero el seguimiento de la veta llevó a crear una red de túneles que se extendieron debajo del fundo legal y el uso de explosivos para la ampliación de las excavaciones debilitó el subsuelo, afectó cimentaciones, cuarteó edificios e incluso afectó el venerable templo.
La difícil decisión tuvo que tomarse: había que abandonar todo el centro de la ciudad y rehacerlo en otra zona más segura. Todo el centro urbano se volvió ruinas conocidas popularmente como “Los Hundidos”; la presidencia municipal se edificó sobre una loma que dominaba y domina un llano ideal para la ubicación de la tradicional plazuela, pero nadie quiso abandonar el templo, la población entera se dio a la formidable tarea de trasladarlo piedra por piedra hasta una nueva ubicación, aunque ya no fue posible que ese nuevo asiento quedara frente a la plazuela y la presidencia municipal. Se seleccionó un terreno alejado del centro pero a lo largo del trazo que recorría la carretera internacional cuando ésta cruzaba por El Rosario. Sí, la carretera “entraba” a la población, no directamente pues en mi tierra nada conduce directamente a ningún lugar.
Decía mi padre Carlos Hubbard Rojas: “Cuando vayas al Rosario no te vayas a perder, por lo chueco de sus calles o el amor de una mujer”.
Ahí nació el segundo Rosario, el viejo fundo pasó a ser sólo un barrio más. Los Hundidos se unieron a “La Joya”, “El Manguito”, “El Faro”, “El Tiro de San Antonio”, “La Guadalupana”, “La Hacienda Vieja”, “La 22”, “La Colonia”, etc. El templo parecía marginado, aislado, máxime cuando se presentó otro cataclismo: La construcción de un nuevo puente y la desviación de la carretera, que ya no pasaría por el pueblo.
Allí arranca, para mí, el tercer Rosario.
Crear un libramiento significó un gran cambio. La ruta tradicional de la carretera “15” cruzaba el Baluarte por un puente de madera que varias veces se fugó con alguna avenida del río. Al lado de éste, los lugareños paseaban por las “playas” fluviales mientras contemplaban el paso de vehículos. Allí aprendimos a nadar muchos “chavalos” o fuimos víctimas de alguna broma húmeda el día de San Juan. Todo eso tocaba a su fin. Al desviarse la carretera poco a poco se abandonó el sitio donde alguna vez hubo un puente. Durante años vimos los “chupapiedras” languidecer al viejo mineral. No sólo no crecía, sino que la migración hacía decrecer la población.
El nuevo trazo vial atrajo muy lentamente el escaso crecimiento urbano, tanto que el antes lejano barrio de La Colonia se fue poblando, luego el estadio se cambió de sitio y se urbanizaron sus terrenos, se instrumentó una nueva entrada a la población, “con arco y todo”, surgieron comercios y hoteles a lo largo del “libramiento”, que de hecho se convirtió en una avenida, muy próspera a estas alturas. Faltaba el detonador final.
Siendo gobernador el rosarense Juan S. Millán, se realizó una obra urbana que para mí ha completado el círculo. En el mismo sitio donde antes bajaba al río la carretera, arranca ahora una nueva vía, “El Malecón”, que conduce por los márgenes del Baluarte hasta el nuevo puente. Se trata de un formidable logro que no solamente vuelve a colocar al río al alcance de las familias, sino que además acorta el tiempo de traslado del templo a la plazuela, claro que por vías retorcidas, como corresponde a toda población de origen minero que se precie de serlo.
A guisa de corolario déjenme contarles que el cambio de recorrido de la carretera fue en su momento motivo de gran controversia, incluso se le responsabilizó por el estancamiento sufrido durante varias décadas. Sin embargo, hoy ni siquiera es ya libramiento, de hecho se construyó otro puente sobre el Baluarte como parte de la nueva supercarretera, ahora sí con libramiento que pasa a varios kilómetros, sin que se elevara voz crítica alguna. El sendero a la modernidad incluye la limpieza de “Las lagunas de Los Hundidos”, lugares donde se encontraban los tiros de la mina y que al tropezar con un brazo subterráneo del río anegaron las enormes excavaciones.
El resultado es otro renacimiento, uno que por desgracia costó la pérdida definitiva de la fisonomía ancestral, el que vino a crear ese tercer Rosario al que hago referencia. Nada es gratuito, todo tiene un costo, duele ver que mueran las huellas de un glorioso pasado, pero si recordamos el agónico estado que se experimentó por varios años, no puede dejar de alegrar que se haya llegado a contar con Tres Rosarios. Hasta ahora.
*Embajador/Secretaría de Relaciones Exteriores.