Nacional

La Isla

Por domingo 20 de febrero de 2011 Sin Comentarios

Por Juan Diego González*

La vida simplemente es un respiro de aire puro que llena tus pulmones y el sol radiante te deja ciego de alegría…

Ayer descubrí que mis manos estaban resecas, de­masiado, y grandes pedazos de piel se me caían, cual víbora anunciando la llegada de la primavera. Exageradamente usé crema. Antes no lo hacía, ahora me cuido y me siento algo avergonzado cuando mis manos me delatan. Mencionó esto porque cuando se acerca el cambio de temporada, estas ex­tremidades me aseguran el paso inevitable del tiempo, tan inevitable como mi cumpleaños 43. Me preguntó qué situa­ciones de mi vida me hicieron llegar aquí o más interesante aún, qué situaciones hicieron que mi vida continuara…

Una de ellas, la que más recuerdo con claridad, quizá por­que la repaso en mi mente más veces de las que quisiera, fue en mi primera niñez, cuando la vida es puro juego y gozo. Tendría como 9 años. Fue en semana santa. En mi familia, la tradición es salir y montar un campamento en los días santos. Digamos que es una tradición con más de 50 años y cada Semana Mayor, salimos a una playa. Montamos las carpas y permanecemos haciendo vida al aire libre desde el domingo de ramos hasta el domingo de pascua. Después de varios años en movimiento, la familia decidió quedarse en una playita escondida, la llamamos “el paraje”, pero en el mapa de la bahía de Guaymas aparece como bahía Catalina. Es una playa blanca, con una muy peculiar arena: restos de conchas y caracolas molidas por los gigantes pasos de cronos. Al principio, el pie desacostumbrado se siente lastimado pero termina por adaptarse.

La bahía es amplia y en uno de sus lados surge un pequeño islote como de 15 metros. Las aguas son claras y limpias, tan­to así, que uno puede ver el fondo marino cuando navega en la lancha, único transporte posible para llegar al lugar. Los pe­ces, las mantarrayas, las algas e incluso caracoles se mueven en un homenaje a la vida y el equilibrio de la naturaleza.

Esa semana santa, como dije, la mantengo fresca en mi me­moria porque aprendí a nadar. Aunque el aprendizaje fue muy duro, doloroso y desesperante. Cuando la marea baja, surge un promontorio de arena conocido por los hombres de mar como “bajo”. Esas arenas son peligrosas para las lanchas precisamen­te por la baja profundidad del mar, pero no se notan en la su­perficie del agua. El caso es que el bajo, forma una especie de isla llena de gaviotas y garzas, cuyas alas necesitan un poco de sol. Un día, jueves santo para efectos significativos, lastimado por mis primos más grandes, quienes no me dejaban jugar con ellos en el mar: “no sabes nadar, vete a la orilla, aquí no alcan­zas” y cosas como esas. Era cierto, no sabía nadar.

Con lágrimas escondidas, me alejé de mis primos y una vez en la orilla, las voces de las gaviotas me parecieron risas burlonas y con más ganas lloré. Decidí tirar piedras a las aves desconsideradas. Mis pedradas no llegaron a la isla de arena y más risas provocaron mis vanos intentos… entonces una idea se apoderó de mí. Me calmé y me senté a pensar. Calculé la distancia… miraba hacia las carpas, quizá en espera de que mi madre me gritará para comer… nada pasó. Respiré hondo y me concentré en mi objetivo: llegar nadando a la isla, demos­trar que ya era grande.

Caminé despacio hasta que el agua llegó a mi cintura. Res­piré hondo de nuevo y me lancé. En mi cabeza rebotaban las palabras de mi padre: “pasé lo que pasé, no dejes de patalear y mover los brazos”. Mi padre no pasaba mucho tiempo con nosotros pero sus palabras me mantenían a flote… cuando probé los primeros tragos de agua de mar, sentí que todo se oscurecía. Mi estómago se hizo un nudo gigante, traté de ce­rrar la boca para no pasar más agua. Mis brazos me pesaban como aquellos baldes de arena que ayudé a cargar una vez. Más agua en mi cuerpo… Dios mío, Dios mío… y la voz de mi padre: No dejes de mover los brazos y patalea, patalea…

Inesperadamente mis manos tocaron arena y mi panza descanso en la orilla… me arrastré para respirar aire y las ga­viotas volaron asustadas. ¡Lo había logrado, llegué a la isla! El sol brillaba maravillosamente sobre mi rostro y el aire más puro y limpio que recuerdo terminó por desaparecer la tos. Estaba feliz porque la vida me había sonreído, estaba feliz porque nadé yo solo. Era el rey de la isla y las gaviotas an­tes burlonas ahora me aplaudían. Si, el rey de la isla… lloré de alegría por estar vivo. Miré hacia las carpas y no había movi­mientos extraños. Mis primos seguían en el mar. Todo bien. ¡Ahh, el rey de la isla! Sentí sed, el agua salada me resecó los labios, la boca, la garganta. Me tiré boca arriba con los bra­zos en cruz para descansar un rato. Cerré los ojos. La cosa era volver e intentar tragar la menos agua posible. Repaso esos minutos de desesperación en mi niñez, aquellos largos minutos de oscuridad y de un terrible sabor salobre en mi boca. La vida ha sido buena conmigo y le doy gracias por eso.

*Escritor y docente. Ciudad Obregón.

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