Por Mario Arturo Ramos*
El pajarero (fragmento)
Salvador Michel Cobián.
“Pajarero tu y yo,
vamos con la jaula
de trinos a la espalda.”
¿Por qué no? La época:
Comenzaban los 70, las noches en Tijuana olían a rock and roll; los jóvenes musicales llegados del centro del país tocaban junto a músicos locales en los principales “antros” de la avenida Revolución de la ciudad fronteriza, en la búsqueda a todo volumen de una plataforma que los condujera al triunfo en el “big, gabacho espectáculo”. Cantaban en inglés y sonaban a latinos perdidos entre la brisa marina que los mojaba hasta los huesos y que los liberaba de las reglas sociales del altiplano que satanizaban a cualquier expresión del rock que no fuera un “hit bonito”. En los improvisados camerinos y en las taquerías que había a las entradas de los lugares de baile, iluminados con luces sicodélicas que lucían con orgullo su titulo sajón, la letanía de los ejecutantes e intérpretes para poder seguir soñando, se repetía como estribillo contagioso: ¿Por qué no?, si lo logró Carlos Santana, decían con verdadera fe antes de echarse la otra tanda de canciones para fans rocanroleros que se amanecían con buen ritmo. La población flotante de TJ estaba constituida por emigrantes que esperaban a las horas fantasmales de la madrugada para ver si burlaban a la migra y se ahorraban el pollero. Por eso decían muy quedito, para que sólo ellos se escucharán ¿Por qué no? si mi compadre la esta haciendo al otro lado, ¿Por qué no?
El poeta
“Salvador Michel Cobián ejerce la poesía con la sencillez y el encanto de una gota de agua. Esta es a veces roció y se llena con el cielo de la aurora. Con frecuencia es lágrima y reúne todo un mundo de emociones, estando unas de día y otras de noche.”
Carlos Pellicer, septiembre de 1962.
La fundación del taller de poesía Amerindio, de la Universidad Autónoma de Baja California -1972- me permitió compartir lecturas y tertulias literarias con aedas radicados en la otrora: “ciudad más visitada del mundo.” Una de mis visitas frecuentes en aquel febrero setentero, se realizaba a un consultorio ubicado entre Constitución y Revolución, 1ª y 2ª, alrededor de la hoy Plaza del Mariachi. Ahí oficiaba el doctor Michel, originario de Rosario, Sinaloa -la tierra de Gilberto Owen- donde arribó a la vida en la juventud del siglo pasado y que había llegado en los 50 como tantos otros, a -la que llamaba Rubén Vizcaíno- “Tijuanaland” en búsqueda de mejores horizontes. Observaba al mundo sentado en un cómodo sillón que presidia la estancia donde desfilaban pacientes y trabajadoras del sexo en demanda de recetas y certificados municipales para poder seguir ejerciendo la “chamba”. Algunas medias mañanas se aparecían por sus rumbos, amigos que charlaban sobre literatura; cuando esto sucedía, sus ojillos navegaban sobre pequeños versos que apuntaba en un recetario para que no se le olvidaran y le aliviaran con poesía las emociones.
La poesía como medicina:
“Y anotaré algo más. A la intuición de su poesía no escapa la huella luminosa que la muerte misma es incapaz de arrebatarnos si, a pesar de todo, hemos sabido construir nuestra personalidad”.
“Carta a Salvador Michel”. Martín Luis Guzmán. Editorial Californidad 1968.
La medicina y el arte tienen un parentesco histórico que se remonta en los tiempos, basta citar que en el esplendor griego, la medicina fue considerada una expresión del arte y en los pueblos y naciones precolombinas, la medicina tenía como ingredientes a la música y al lenguaje cantado. La presencia del estudiante de medicina y poeta Manuel Acuña en la poesía nacional podría ser el inicio de una lista de nombre de doctores/artistas que desarrollan una labor que combina ambas disciplinas, entre los personajes sobresalientes tenemos que citar a: Enrique González Martínez, Elías Nandino, Alfonso Ortiz Tirado, Enrique Ordaz, Ignacio Orozco, Víctor M. Blano, Salvador Michel y tantos otros que son ejemplo transparente de esta fusión que continua su camino. Cuando aquel febrero setentero escuchaba los textos de Michel, pensé que la transparencia/ eco que buscaba en sus poemas, era su angustia existencial disfrazada con tono ingenuo y melodioso, única posibilidad de que un hombre de medicina tenía para escapar al universo de las enfermedades y de la muerte que se torean a diario. Por eso cantaba en Alcancía: “Cuando el silencio venga,/ como una mancha obscura/ a ensombrecer mis días,/ rompe mi corazón, hazlo pedazos/ está lleno de música.”
El final de un doctor/poeta
En los últimos años del segundo milenio, el poeta preparó su viaje final a consecuencia de la vejez que lo golpeaba con todas las males usuales; quitó su consultorio y de pronto se aparecía con sus “cuates” de las camisería de la Constitución para charlar un rato sobre el mundo y su devenir; ahí lo encontraba con su humor negro que no dejó nunca de lado, con la nostalgia a flor de labios por la niñez perdida en las calles de su población natal, con su obsesión de continuar escribiendo hasta que la muerte lo impidiera. De pronto su gran amigo el “profe” Vizcaíno habló a casa para informar de su partida, con voz dolorosa señaló: “compadre” se fue un poeta que en el arranque de las letras baja californianas fue un pistón fundamental para su impulso, un sinaloense que amó las costas del Pacífico y del mar de Cortés como tema e inspiración; un ser que lega como ejemplo su amor a la poesía, a la medicina, a Tijuana. En silencio escuché la noticia, recordé el invierno del 72, cuando en su templo literario/médico con generosidad compartió conmigo un frasco de vitaminas y su libro de poesía, editado en 1968 por la Asociación de Escritores de Baja California, del cual como póstumo homenaje retomo su poema: Legado, “A un paso del silencio,/ considero que es tiempo/ de hacer mi testamento:/ Legó al mundo un espejo;/ un espejo de sombras/ donde si mira un ciego.” Por estas razones. Cuando voy a “Tijuas” pienso en Salvador Michel Cobián y en aquel febrero donde compartí las letras de un poeta/ doctor sinaloense en Tijuana.
*Autor e investigador