Por Juan Cervera Sanchís*
En 1680 y años consecuentes, en la metrópolis de la Nueva España, las enfermedades mentales afectaban a numerosas personas.
Por las calles de la ciudad se veían vagar sin rumbo a los iluminados, mujeres y hombres. Así solían llamar en aquel tiempo a los locos y locas. Por cierto, dada su sensibilidad, que eran muchas más las locas que los locos. Numerosas mujeres eran presas de la demencia y abandonadas a su sombría triste suerte.
En aquellos oscuros e inhumanos tiempos no existían lugares donde darles albergue por lo que morían en plena calle, realidad que hoy también vemos en las calles de México.
Hace unos días fuimos testigos de la muerte de un solitario en la esquina de nuestra calle, Altamirano y Antonio Caso. Aquello de que nada nuevo hay bajo el sol es una vieja y amarga verdad.
Pero retornemos a la Nueva España. Aquella realidad de pesadilla impresionó hondamente a un hombre, carpintero de oficio, que vivía en la manzana, o cuadra, de Jesús María, formada por las calles de la Estampa, cerrada del Parque de la Moneda y La Machincuepa, en lo que hoy es el centro histórico de la ciudad. Se llamaba aquel carpintero José Sáyago y sin ayuda económica de nadie decidió dar asilo, en su propia casa, a mujeres dementes.
En un viaje a Puebla de los Ángeles, donde tampoco faltaban las iluminadas en las calles, retornó a su casa con dos de ellas y su compasiva esposa de inmediato las aceptó.
No había pasado un año cuando ya Sáyago y su piadosa mujer daban albergue y comida en su domicilio a veinte perturbadas mentales.
En 1687 el jesuita Juan Pérez, admirado por tan extraordinaria y generosa labor, comenzó a ayudarles con limosnas que recogía aquí y allá con el fin de proseguir aquella obra tan humanitaria.
La notable obra de José Sáyago llamó la atención del Arzobispo Francisco de Aguilar y Sejas, quien decidió visitar la casa del admirable carpintero. Quedó profundamente impresionado por lo que allí vio y decidió ayudarlo. Ordenó que se buscara una casa mayor para instalar a todas aquellas mujeres y se comprometió a pagar el alquiler y la manutención de las albergadas. Fue así como la ciudad de México tuvo su primer hospital en la calle de Las Canoas, “que corría, según escribe don Luis González Obregón, por un costado de Palacio y terminaba en lo que hoy es San Juan de Letrán” y, actualmente, víctima del mal gusto, se le conoce como Eje Central.
Ahí pues estuvo el primer hospital de México, que se debió a la obra humanitaria del carpintero José Sáyago. Cuando esto sucedió Sáyago y su esposa ya daban cobijo en su casa a setenta enfermas. Surgiría así el Real Hospital del Divino Salvador, que tuvo vigencia hasta 1910 en que, tras doscientos veintitrés años de vida, pasó a ser el Manicomio General de la Castañeda.
Aquel hospital, a lo largo del virreinato, fue ampliamente protegido. En los primeros años del mismo, Sáyago fue el director con la ayuda de los jesuitas.
Posteriormente, al ser expulsados de México los sabios y y humanitarios soldados de San Ignacio de Loyola, recibiría el apoyo de la Junta Superior de Aplicaciones.
El 13 de mayo de 1771, en que se celebraba el primer sorteo en América de la que se llamara en sus inicios Lotería de San Juan de Dios, el premio mayor, que constaba de cien pesos, se le adjudicó a dicho hospital.
Muchas fueron las vicisitudes por las que atravesó la institución hospitalaria.
En 1871 el tifus galopante que sufrieran los capitalinos estuvo a punto de acabar con las iluminadas.
En 1874 le dio un duro golpe la ley Lerdo del 20 de diciembre del citado año por la que se ordenaba la expulsión de las Hermanas de la Caridad que, durante años, se habían consagrado al cuidado de las dementes.
Y así hasta su desaparición de la calle de Las Canoas, o de Los Donceles, como se la llama ahora.
Aunque a nosotros, contra el paso del tiempo y la débil e ingrata memoria que arroja al olvido hechos y obras que ameritarían ser firmemente tenidos en cuenta, lo que aquí nos conmueve y nos importa es reavivar el recuerdo y la obra de José Sáyago y su esposa, que motivaron que México tuviera el Real Hospital del Divino Salvador, el primero que hubo en el país.
Sentimos y pensamos que José Sáyago bien merecería que la calle de Donceles llevara su nombre y ostentara una placa donde se recordara su humanitaria labor.
Justo es tener en cuenta que nunca es tarde para hacer justicia.
*Escritor y poeta andaluz