Por Juan Diego González*
“Al inicio de los tiempos
el primer lenguaje fue
la música y la danza”
Alejo Carpentier.
Los pasos perdidos (1970)
Las notas desafinadas de un violín llamaron mi atención, en medio de todos aquellos puestos de artesanías: cerámica, vidrio, bodegones, collares, pulseras multicolores y multiformes, camisas de manta con bordados preciosos… poco a poco llegué al pabellón Yoreme (así llamado por los organizadores de las Fiestas del Pitic 2010) en el cual lucían las máscaras pascolas con su pelos de cochi, sonajas, huaraches de cuero, cintos, figuras de madera, muñecas de trapo… y descubrí que el violín no desafinaba. Un anciano yaqui se preparaba para tocar.
Debí saberlo desde el principio, la melodía para las danzas rituales yaquis y mayos son únicas en el mundo y rasgan las cuerdas del violín como si elevaran un lamento a los dioses. Al lado del violinista estaba otro anciano con la guitarra y sus
buscaron un espacio aislado, proporcionado por el acceso al estacionamiento del SNTE que está por la Yañez y Obregón. Se notaba que los muchachos venían del trabajo. Una vez sentados, sacaron sus cosas de unas viejas mochilas. Dejaron de lado sus tenis Kswiss y Converse y con unas cobijas de algodón, esas de cuadros de colores, envolvieron sus Levis de mezclilla, de manera que una vez terminada esta parte, parecía que estaba desnudos, sólo cubiertos por la cobija. Se amarraron pañuelos muy coloridos en la cintura y las piernas. Luego empezaron a vestirse con los tenabaris, desde el tobillo hasta casi la rodilla. Los niños fueron los primeros en terminar con este ritual. Golpearon el suelo con sus pies desnudos y los tenabaris retumbaron. Pensé que fue un efecto del eco porque estaban en un rincón. Luego se colocaron los collolis y con un movimiento de cadera sonaron como si miles de venados corrieron por el monte. Se anudaron al cuello un pañuelo y colocaron la sonaja en la cintura. Con extremo cuidado se acomodaron las máscaritas de pascola y se pararon al lado de los músicos.
Un anciano con la silla más cómoda y en una posición tal que dominaba todo aquel escenario, movió la cabeza para dar la orden. El violín y la guitarra iniciaron con sus notas ancestrales. El pascolita hizo una reverencia para pedir permiso y luego formó las cuatro cruces con sus pies, como santificando aquel suelo en todos sus puntos cardinales y hacerlo propicio para la danza. A pocos de metros de ahí, enfrente de Radio Sonora ya tocaba una banda como con veinte músicos. Por el otro lado, cerca de la avenida Rosales tenían unas bocinas enormes y se escuchaba la voz de ángel de Javier Solís. Sin embargo aquellos músicos yaquis (rato después me enteré que son del asentamiento yaqui del cerro del Coloso) iniciaron un combate con su música… y vencieron, porque en unos instantes, la atención quedó atrapada en los movimientos del pascolita y las notas arrancadas a los instrumentos tradicionales. Cuando el niño terminó, los aplausos del público sirvieron para dar la pauta de entrada a uno de los jóvenes pascolas.
La música envolvió al muchacho y atrás quedó su timidez. La sonaja en sus manos daba el ritmo a su cuerpo y sus pies parecían caminar sobre las notas del tambor de agua. Uno de los rascadores empezó a gritar palabras en la lengua y el pascola cobró más ánimo. La mascarita detrás de su cabeza se movía con vida propia. Aquella danza definitivamente parecía la danza de un guerrero que pide el favor a los dioses antes de la batalla. Las lastimeras notas de un viejo violín tocado por un anciano músico yaqui era cada vez fuerte y potente, de forma que sobresalían sobre la veintena de músicos, quienes a duras penas mantenían la atención de los paseantes. La música se llenaba de orgullo y el pascola crecía en destreza… y tamaño, como si la danza lo empujara a combatir con el sol, a retarlo en un combate para demostrar quien es más valiente… y el sol, humillado por un hombre, por un yoreme que danzaba con todo el peso de una cultura milenaria sobre sus espaldas, bajó la vista y decidió esconderse tras los cerros… caía la tarde en Hermosillo.
Pero no había terminado la batalla. En un extremo del sagrado lugar de la danza, apareció el venado. Un danzante ataviado con un paño a modo de faldín, los tenabaris en las piernas y los collolis en la cintura. En el pecho el rosario de conchas marinas y el rostro casi cubierto por un paño rojo. En las manos unas sonajas de jícara y sobre su propia cabeza, una cabeza de venado… Danzó el venado y retumbó el suelo, miles de venados invadieron aquel lugar, raspando con sus pezuñas banquetas y pavimento. Cuando sonaron los tenabaris, los edificios del centro histórico de la capital de Sonora fueron invadidos por mariposas. Se aceleró el ritmo de la música y el venado tomó posesión de aquel sitio, como para decir: esta es mi tierra, lo ha sido desde el principio de los tiempos, desde que los antepasados de los yoremes platicaban con los dioses cara a cara y nadie podía dominarlos porque eran libres, y todos los respetaban porque pintaban su raya para que pasarán sólo quienes ellos querían… y en medio de ese fascinante ritual, el danzante creció –literalmente de tamaño- y me sentí pequeño, perdido, porque no conocía mi propia cultura a pesar de ser sonorense. Los ojos se me anegaron y entonces me percaté de algo: músicos, danzantes y el anciano que mantenía el orden, todos ellos, a pesar de tener un color diferente de piel y de cabello, tenían los ojos rasgados, muy similar a los orientales, como si en su sangre corriera la sangre de aquellos guerreros venidos de Asia, guerreros amantes de los montes y las llanuras como los mongoles, diestros con el arco y la flecha, con el cuchillo y la lucha cuerpo a cuerpo para salir victoriosos.
Entonces, descubrí que el orgullo de los yaquis no es aprendido, el orgullo de los yaquis viene de saberse un pueblo con orígenes guerreros invencibles, centrados en una cultura que emula la vida de los montes y la sierra, del desierto y el mar, donde sobrevive el más fuerte y el más inteligente, una cultura que ha sabido permanecer a través de las centurias, y dejar ese legado a las nuevas generaciones con sus danzas y reuniones festivas. ¿Será por este orgullo yoreme que el propio Porfirio Díaz les tuvo miedo, cuando se levantaron en armas durante su presidencia? Y antes de él, tantos y tantos soldados y capitanes españoles que preferían enfrentar a los aguerridos apaches pero no a los yaquis?.
Y el venado terminó su danza. Y los cielos fueron generosos porque empezó a llover. El público aplaudía y también aventaba monedas y billetes, en un copiosa lluvia para agradecer que los yoremes son el testimonio vivo de un pasado fuerte y noble, de un pasado orgulloso y un futuro arraigado en la historia, porque Sonora es cuna de los ocho pueblos, conocidos por nosotros los yoris como yaquis. El orgullo de ser sonorenses. ¡EHUI!
*Escritor y docente sonorense.