Por Iván Escoto Mora*
Cada año en el Auditorio Nacional, ubicado en la Ciudad de México, es celebrada una feria del libro con la participación de los sellos editoriales más prestigiosos y la amenaza irresistible que anuncia: “Los libros que no sean adquiridos durante el evento serán triturados”.
Como si no existieran centenares de bibliotecas en el país, en poblaciones rurales, en rancherías recónditas, en barrios perdidos en los dobleces urbanos, ávidas todas de nutrirse con los libros que otros prometen volver jirones. Cuánta riqueza puesta en riesgo de destrucción por la ambición del mercado, cuántos árboles, cuánto trabajo reducido a la inutilidad.
En alguna de las emisiones de aquella feria conseguí una antología publicada por Alfaguara en 1998, su título: “Todos los cuentos”, relatos selectos de Sergio Pitol, aparecidos entre 1950 y 1980.
El Diccionario Bibliográfico de escritores de México editado por el Instituto Nacional de las Bellas Artes da cuenta breve de la trayectoria del narrador mexicano, desde su nacimiento en el estado Puebla en 1933 hasta la obtención del Premio Miguel de Cervantes en el año 2005. Pitol: diplomático, académico, hombre de letras. Definir su influencia en la literatura hispanoamericana sería motivo de varias entregas como las que en tomos ha reunido de su obra el Fondo de Cultura Económica.
El conjunto de historias visibles en “Todos los cuentos” brinda un panorama amplio de la facultad creadora del también premio Xavier Villaurrutia. Leer a Pitol es sumergirse a una serie de mundos que se trasponen entre sí, espacios que llevan por puertas imperceptibles de una situación a otra y a otra, en ocasiones, para arribar al punto de partida. Sus rutas son laberínticas, demandantes, un descuido y se llega al extravío abrumador entre figuras y formas que aparecen y desaparecen. Seguidos con celo, los relatos revelan profundidad abismal.
La característica amorfa, podríamos decir “asimétrica” de la escritura de Pitol, se construye en capas sobre capas que guardan universos concéntricos como los formados por el aumento de un microscopio que en un cuerpo ve tejidos, en los tejidos células y en éstas, núcleos de vida.
En “El oscuro hermano gemelo”, Sergio Pitol confiesa:
“Un escritor a menudo oye hablar sin escuchar una palabra; otras voces lo tienen atrapado. La voz de una persona real desaparece o se convierte en mera música de fondo. A veces unas cuantas palabras lo remiten a tal o cual personaje imaginario. Otras, ¡y allí está lo sorprendente!, ni siquiera el escritor sabe que las voces que trata de incorporar a un personaje, o a una trama, no están destinadas a ese relato, que bajo de esa trama existe agazapada otra, que lo aguarda.”
Para Pitol la literatura quizá podría ser como el tacto que atrapa entre sus límites la naturaleza y la descifra por partes, por partes la recrea, la construye desde la sensibilidad de lo íntimo. En el relato “Nocturno de Bujara”, el escritor afirma por voz de sus personajes:
“En la oscuridad el cuerpo estalla en fragmentos, que se convierten en cuerpos separados. Existen por sí mismos. Sólo el tacto logra que existan para mí. El tacto es ilimitado. A diferencia de la vista, no abarca persona completa. El tacto es invariablemente fragmentario: divide las cosas. Un cuerpo conocido a través del tacto no es nunca entidad; es, si a caso, una suma de fragmentos”.
Tampoco la experiencia sobre el mundo es total, sólo son fragmentos de nuestra representación los que alcanzamos a percibir al enderezar el sentido táctil sobre la existencia de lo real.
Las representaciones de Pitol a través de la literatura, son comunes a todos los hombres, tienen siempre algo que comunicar porque se refieren a los sentidos inmediatos, al tacto sobre el mundo.
Cómo se dota de significado la realidad, sino a través de la experiencia vuelta propia. Se habla de tres niveles en el lenguaje, el primero es representación de las cosas; el segundo, la expresión de lo representado y finalmente; la interpretación de las representaciones. En este contexto, el lenguaje es como el sueño del que habla Pitol en “Cuatro horas perdidas”, libera al hombre de nombres y circunstancias ajenas, haciéndolas comprensibles, permitiendo examinarlas con claridad tangible, entendida en la palma de las emociones personales.
La obra de Sergio Pitol es una paleta de imágenes siempre convergentes en la realidad. Las suyas no son sólo ficciones, son los múltiples campos de lo existente. Entre sus letras, todos los viajes, todos los libros, todas las músicas, transformadas por el filtro de su vivencia. El suyo es un paseo de Fulkner a Rimbaud, de Janacek a Rossini, de Varsovia a Bristol, de Altamira al Bauhaus, orientes y occidentes, rosario trashumante de pisadas por los años, por los sueños, por tanta vida recorrida en tan poco tiempo. Disonancias armónicas de una existencia que en su conjunto, adquiere un sentido definido, como diría el autor de “Asimetrías”, relato de 1979: “persistente, justificador dentro del orden total de la naturaleza de todo lo que ha vivido y todo lo que aún puede ocurrirle”, a él, narrador de voz incansable.
*Abogado, filosofo/UNAM.