Nacional

Carlos Alcalde, de broma en broma

Por domingo 9 de enero de 2011 Sin Comentarios

Por Juan Cervera Sanchís*

Llevaba razón Carlos Alcalde: tomar la vida en serio es el peor de los disparates. Fue por eso que él se la pasó tomando la vida en broma. Hizo bien. Y quien pueda hacer lo mismo que no lo dude, pues la vida en serio, que ya de por sí es harto difícil, es doblemente difícil.

Alcalde, genial monero mexicano, nació en la capital de la república en 1871. Año del “Plan de la Noria”, que nos recuer­da al general Porfirio Díaz y su oposición a la reelección de don Benito Juárez.

Moriría Alcalde el año de 1917, un año después de que Pancho Villa tomara por sorpresa la población de Columbia en EEUU.

Carlos Alcalde fue discípulo del gran José María Villasana y activo colaborador de “El Cómico”. Más tarde sería jefe de dibujantes de “El Imparcial”.

Tal como hay caricaturistas que en persona son, o parecen ser, todo lo contrario de lo que manifiestan en sus cartones y no hay manera de reírse con ello en la vida real, Alcalde, en cuanto dibujaba y vivía ponía siempre una nota de humor.

Su simpatía era desbordante y lo más extraordinaria aún en este hombre era que, según testimoniaron cuantos lo co­nocieron y quedó escrito: “fue uno de esos hombres que no tienen enemigos”.

Rarísimo ejemplar humano, Carlos Alcalde, dado que en este mundo nuestro hasta los santos varones, en todas las épocas, se han agenciado enemigos gratuitos.

Alcalde, lo que no deja de ser sospechoso, pues un hombre sin enemigos, como dijo el filósofo, no es del todo un hombre, fue querido por todos. Si fue así hay que creer que Carlos Al­calde fue un milagro de hombre, ya que ser querido por todos es una rarísima gracia que otorga el Creador a muy pocos de sus hijos.

Se afirmaba que “vivía en paz con todo el mundo” y que “lo buscaban todos los amigos en las horas felices”.

Era, pues, la sal y la miel en las mejores fiestas de aquella ciudad de México que le tocó vivir.

Se decía, y era cierto, que Alcalde era un espectáculo con­tando chistes frente a una copa de alcohol en la barra de la cantina.

Sus amigos le apodaban Panzón. Sin más: “Mi querido Panzón”. “Mi estimado Panzón”. Y Panzón para acá y Panzón para allá. Y él siempre con la risa en los labios.

Alcalde presumía sin complejos de su espléndido abdo­men, tan común, ayer como hoy, entre los parroquianos de los templos consagrados al dios Baco.

Ahí, en los altares del buen beber, Alcalde era una especie de Buda pagano y vivía las más divertidas horas de su exis­tencia.

Del periódico a la cantina y de la cantina al periódico trans­currió su breve vida, 46 años, entre chistes y copas y cartón y cartón.

Tuvo mucho éxito. Fue el monero que mejor se cotizó en su tiempo. Ganaba lo que se dice muy buena lana, pero tal como le llegaban los centavos se le iban alegremente de entre las manos. El dinero le importaba un comino. Las más de las veces dibujaba crudísimo y contaba chistes y más chistes en la canti­na flotando en la alfombra zigzagueante del padre alcohol.

Era lo que se dice todo un caso, pero un caso genial.

Carlos Alcalde, el buen Panzón fue el iniciador del moder­no periodismo en México en el terreno de la caricatura.

Pasó por diferentes redacciones hasta llegar, ya al final de su breve vida, a “El Universal”.

La Parca, siempre en acecho, lo sorprendió de manera re­pentina y, de un día para otro, dejó a sus amigos sumidos en la tristeza.

Cuentan que su inesperada muerte fue “un lamento agu­do en toda la redacción de El Universal.”

México entero, que celebraba día con día sus cartones, la­mentó su deceso.

Se fue Carlos Alcalde, se fue el bromista Panzón, pero dejó su huella, que no se ha borrado del todo, dentro del periodis­mo mexicano: los monos, esos monos de los que él fue indis­cutible precursor, aunque hoy casi nadie lo recuerde y menos lo reconozca. Pero así son estas y otras muchas realidades de cuantas suceden en este mundo nuestro donde nadie se que­da, ya que todos sin excepción estamos aquí de paso.

Carlos Alcalde, el bromista Pazón, lo sabía muy bien, ya que era un hombre inteligente, y fue por eso que no pudo nunca tomar la vida en serio y se la pasó de broma en broma.

Sólo los cretinos, y estamos sobrados de ellos, suelen to­mar la vida en serio y, en el colmo de los colmos, llegan, en mitad de su estulticia, a creerse inmortales.

* Poeta y periodista andaluz.

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