Estatal

La fórmula mágica

Por domingo 26 de diciembre de 2010 Sin Comentarios

Por Fred Jorge Miett Valenzuela*

Corrían los primeros días del otoño, quizás el más triste de mi vida. Sentado en el zaguán de la antigua casa colonial, perdido en mis recuerdos, pocos por cierto, pues aún no alcanzaba los doce años, aguardaba en silencio la llegada de mi padre, viendo las horas y los escasos carros pa­sar, con brutal monotonía, a lo lejos, casi al final del camino, pude distinguir una figura familiar para mis enrojecidos ojos de tanto llorar. Ciertamente no era la que esperaba (la de mi padre), sino la de don José María Moroyoqui, mejor conoci­do como “Don Chema” para los amigos, decía él. En los últimos días había incrementado sus habituales visitas a nuestra casa.

–¿Cómo está mi güerito?– dijo cariñosamente a manera de saludo.
–Aquí, don Chema, pasándola. ¿Y usted?– contesté.
–Haciendo por la vida, mi’jito, ¿qué más puede hacer un viejo como yo?

El olor a café recién tostado y molido inundaba por com­pleto la casa, nuestra antigua casona, escapando presurosa­mente por los anchos portales.

–¡Vaya, parece que la Chayona madrugó a tostar el café!– comentó serio, al notar la hora que era, sentándose lenta­mente en la maciza poltrona de Concordia, justo al lado mío.

Sus ojos grandes, rasgados y brillantes como los de los venados alebrestados, se abrieron más que de costumbre al observar que la mencionada mujer se acercaba presurosa, de­jando tras de ella una olorosa estela de vapor que expedía la taza de café negro.

–Llegó a la pura hora, parece que sabía– divertida y jaca­randosa como ella solía serlo comentó al momento de depo­sitarla en las inmensas y callosas manos de don Chema.
–¡No se vaya usted a quemar!, lo acabo de sacar de la hor­nia– concluyó retirándose tan presurosamente como había llegado.

Él, tras una breve pausa, el tiempo que duró en forjar un cigarro de hoja, encenderlo y dar una profunda inhalación y lanzar la bocanada de humo a sus recuerdos, se dispuso a mecerlos, con el ritmo y la cadencia que dan los años. Sus pa­labras con el singular acento que le caracterizaba, me hipno­tizaron, haciendo que entrara a su mágico mundo de relatos y cuentos, donde temporalmente olvidaba mis tristezas.

Don Chema, indio mayo, de cepa pura y morena como la tierra que lo vio nacer; orgulloso de su raza y trabajador a más no poder, llevando a cuestas tal vez siete décadas, sin poder precisarlo a ciencia cierta.

–Perdí la cuenta a los sesenta, o será que no me convie­ne saber cuántos, pa’ la vejez es lo mesmo, qué más da, unos años menos, unos más– decía parsimo­niosamente cuando se le cuestionaba acerca de su edad.

Delgado, alto y fuerte, como los árboles de gua­yacán, nació y se crió en la indígena población de Tetamboca, a orillas del río Fuerte. Creció como decía él “con el olor a leña de mezquite y el pajoso de los burros pegados al cuero, con el olor a pan de vieja recién horneado en su mente, las calabacitas tiernas y los chuales en la panza por alimento”.

Los cerros pelones y los montes resecos (cuando no era tiempo de aguas), sus fuentes predilectas de inspiración para crear las historias distintas de cada día, con las que encanta­ba, cual moderna Sherezada mis sentidos, señal inequívoca de que se disponía a iniciar sus relatos. Era el primer sorbo que daba a su taza de café.

–Oye güero, ¿ya te conté de cuando unos gringos me qui­sieron comprar la agüita para curar la rabia?
–No don Chema, ¿qué fue lo que pasó? ¡Cuénteme!– intri­gado le respondí.
–Verás, hará unos hum… veinte años, llegaron a Tetam­boca unos gringos que se dedicaban a explotar minas de oro allá en la sierra de Choix, en los límites con Chihuahua, traiban un friego de billetes verdes, de esos que usan ellos allá en el otro lado. Como te decía, alguien les contó que los mayos que vivíamos en Tetamboca teníamos un líquido que servía para curar la rabia. Y ellos, pa’ luego es tarde, con la avaricia en los ojos, se dejaron venir pa’ hacer el negocio, pues pa’ hacer más dinero como decían…

–¿Y qué pasó después, don Chema?– le pregunté con ma­yor curiosidad esta vez.
–¡Ay niño! Pos qué iba a pasar, pos les dije que no. ¡Que la agüita, esa que tanto querían, no se las vendía y aluegui­to, como perros rabiosos, con espuma en el hocico, sería del coraje o de la muina, ¡ve tú saber! se pusieron a gringuear en su lengua, esa tan chistosa, quién sabe qué tanto se decían entre ellos. El caso es que de unas mochilonas sacaron un montón de pacas, bien pero bien gordas de billetes verdes, y con su mocho hablar me decían casi gritándome: “damos más for tú, no seas tonto indiou, mirar, todo esto es for tu, diez mil, cien mil, ¿cuánto querer tú por brebaje…?” Y no sé hasta cuánto me daban. Ya sabes tú que con trabajo sé leer y escribir la castilla, conti más voy a saber contar tanto dinero. Como nunca lo he tenido ni necesitado…

–Pero…y ¿finalmente aceptó?
–No mi’jito claro que no.
–¡Pero don Chema!– le dije un tanto asombrado por la actitud que había tomado ante esa situación, –¿no pensó en todo lo que podía obtener con ese dinero? Su buena casita, un carro, viajar, comprarse más vaquitas, no trabajar el resto de su vida, descansar a gusto, usted y su familia.

Él me respondió:

–Ah ¡vieras tú!… No trabajar… A lueguito me iba a aburrir, siempre he trabajado y ¡bien duro!, pero mira hijo, esa agüi­ta que cura la rabia, que está hecha de ramas, hierbas, raíces y un montón de menjurjes, mis tatas, o sea el tata de mi tata, la hicieron para aliviar los males de la gente, pa’ salvarla. No fue hecha pa’negociar, ni pa’hacernos ricos, eso lo tengo bien clarito y yo, la verdad, no podía faltarle a mis tatas, si conti­más, de verlos a los ojos a esos gringos qué les importaba la pobre gente, a ellos sólo les importaban sus billetes verdes. Pero lueguito alueguito, queriendo ver si me convencían, me buscaron por el lado y me dijeron: “Oiga mister Joe, piense lo que poder you hacer for la gente, salvarla”.
–Miren, si realmente les interesa la gente llévense este pomito con la agüita y búsquenle, averígüenle a como pue­dan, y sin dejarme un cinco partido por la mitad.

Quién sabe qué pasaría, porque hasta hoy no he sabido nada de ellos. Yo creo que no le hallaron, ni le hallarán, como dijo don Teofilito, con todo y el titipuchal de máquinas que tienen.

–No, don Chema, la verdad no me cae el veinte, no en­tiendo cómo despreció esa oportunidad de salir de pobre.
–Mira güero– me dijo con gravedad en su voz, –pa’ us­tedes los Yoris (gente blanca) es difícil entender que alguien pueda despreciar el dinero. Están esclavizados a él. Todo lo que hacen es pa’ tener muchas cosas, que lo único que hacen es atarlos y no dejarlos libres, como las tortolitas que vuelan por los aigres. Todo lo arreglan con papelitos, matándose por ellos. ¡Nosotros los yoremes (indígenas) no!, tenemos otras cosas más importantes en la vida qué atender.
–¿Como qué?– le pregunté al anciano.
–Dime, muchachito, ¿puedes comprar un atardecer o un amanecer?, ¿puedes tener el canto de los cardenales cuando quieras? Ese dinero que me hubieran dado no me alcanzaría para tener los días de lluvia y el olor a tierra mojada, los ce­rros verdeando en agosto, la salud de mi familia, las noches llenas de estrellas, el cariño de mis hijos. Esto no se puede comprar ni con todo el dinero que aiga en el mundo. Mira niño, con todos los años que tengo lo más lejos que juí, es a Los Mochis, y por necesidad. Yo, allá en Tetamboca, en la ca­suchilla de lodo y vara soy muy feliz. Rodeado de las gallinas, los chivos, los cochis y las cuatro vaquitas flacas que me dan la suficiente lechi pa’l requesón, las panelas y la cuajada. Sí, soy muy, pero muy feliz comiendo frijol con hueso, cocido o cazuela con tortillas recién salidas del comal embarradas con asientos de cochi. ¡Ah! y mi cafecito negro, bien calienti­to que no me falte. Dime tú, ¡qué puede haber más rico que un plato de quelites frescos con su tajadita de panela, con sus chilitos verdes molidos al lado, con las gordas tostaditas en las brasas que nomás rojean! Yo con eso tengo mi’jito, por eso le doy gracias a mi tatita Dios, por los años extras que me ha dado, por las juerzas pa’ levantarme pa’ir al corral a arriar las vacas, por la briziada que en las mañanas me moja los huarachis viejos, allá en la parcela… Porque puedo ver en el río, cómo vuelan las garzas pegaditas al agua y cómo se mecen los sauces con el aigre en mayo. Porque aún puedo caminar y barbechar las tierritas, sentir cómo se desmoro­nan los terrones entre mis dedos callosos, por la risa y por el llanto, pero sobre todo, por la ¡VIDA!…. Gracias a mi tatita Dios, tengo ¡VIDA!..

Al escuchar sus últimas palabras no pude contener las lá­grimas. La sabiduría y la poesía en aquella voz indígena, casi analfabeta ante los ojos de la mayoría de la gente, con su sen­cillez campesina, me daba una lección que jamás olvidaría.

Al observar su morena cara sin rastros del paso del tiempo y sus profundos ojos oscuros, comprendí el por qué de sus dia­rias visitas: dar consuelo a mi alma adolorida por la pérdida de mi abuela paterna, madre de crianza, ante la ausencia de mi madre genética. Devolverme la alegría infantil que huyó pre­maturamente, ante el inmenso dolor que en esos días sentía, a una semana de la ausencia eterna de la mujer que más que­ría en el mundo: MI MADRE. Con el corazón hecho pedazos a los doce años, perdía el valor y la razón de ser… Los motivos para vivir. Sin explicaciones era un barco a la deriva, sin direc­ción, hundiéndose en el océano de la depresión.

La persona cercana, mi padre, se debatía y se refugiaba en su propio dolor e involuntariamente se olvidaba de mí. Pero la luz divina encarnada en don Chema, ese extraordi­nario señor que a lo largo de su vida había trabajado para mi familia, viéndome nacer y crecer, pudo percibir con su intui­ción lo que necesitaba: Alguien que diera consuelo a la pena, rescatándome de la depresión con sus visitas diarias, por esa razón tras la muerte de mi madre, desde su pueblo distante a diez kilómetros de mi pueblo, venía caminando, pues no le gustaban los “caballos motorizados”, como llamaba a los autos, a reconfortarme con sus historias y a llenarme de la paz interior que tanto necesitaba, devolverme las ganas de vivir y la alegría, con su sabiduría.

Hoy, a tantos años de distancia, guardo en mi corazón amor y gratitud y en la mente una gran lección de amor, so­lidaridad y fe para alguien que con sólo brindarme su apoyo y comprensión pudo cambiar mi vida.

Un día emprendió su viaje a la tierra del nunca jamás, al más allá, sin boleto de regreso como decía él. Esta vez no hubo tristezas, ni llantos, únicamente un sobre con dos hojas dirigido a mí. Una de ellas escrita por su hijo menor, dictada por don Chema en su lecho de muerte, en donde entre otras cosas decía que su ciclo en esta tierra llegaba a su fin, que no sintiera tristeza ni derramara lágrimas porque esto ataba las almas y no las dejaba partir al infinito, que llegué a ser un hijo más para él, sin importar la diferencia de raza y de color.

Que si un día tenía que emigrar de mi pueblo, no olvidara que ahí estaba enterrado mi ombligo y mis raíces, y que ha­bía que devolver a él todo lo que nos dio. Que respetara a mi padre y a las personas mayores porque ellos son los pilares de la sociedad, y sobre todo, que no dejara pasar la oportuni­dad de ayudar a los demás, que nuestra misión en esta vida es servir por breve que sea el lapso.

Guardo este sobre con las dos hojas en un lugar especial como el más preciado de los tesoros. El contenido de la otra hoja está escrito en la lengua de los mayos, con símbolos ex­traños para mí. Es la fórmula del brebaje: “la agüita” para curar el mal (la rabia).

FIN.

*Primer lugar en cuento, poesía, canción inédita y relato en los Juegos Florales del Magisterio Sinaloense.

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