Por Miguel Ángel Avilés Castro*
En navidad te dormían a güevo bajo la temible amenaza de que, si no lo hacías, no iba a llegar Santoclos y tu acatabas la castrense orden pero te levantabas a la cuatro de la mañana (nunca he vuelto a patear un balón tan temprano) , a pesar de que aún estaba oscuro, para revisar los juguetes que te habían dejado en una bolsa grande del centro comercial en la cual estaba lo pedido-si se había podido-o unos soldaditos de plástico, o un corral con sus animales, o un camioncito o una pistola de las igualitas a las verdaderas como rezaba el anuncio en la tele y una bolsita de dulces y por supuesto una infaltable manzana gorda que le ponía el olor característico a esas fechas. Desde principios de diciembre las luces de colores empezaban a verse en las ventanas de las casas y, en la radio, las canciones anunciaban la próxima llegada de Noel. Fuera natural traído desde el monte o fuera artificial adquirido en la tienda más asequible, en la esquina de la sala se instalaba un árbol y se adornaba muy pomposo o austeramente según se pudiera. El frío era un elemento necesario en esos días porque le daba el toque mágico y feliz-melancólico a esas fechas. Salían los suéteres y de repente las bufandas, aunque las bufandas no tanto porque el frío no era tan abrumador como en otras partes, pero como fuera uno hacia la cartita nomás por no dejar porque sabíamos que Santaclos era un viejo bueno pero extraño porque te traía lo que el quería no lo que uno deseara, hasta se me hacia parecido a mis papás porque eso también pasaba con ellos cuando les pedía un regalo. Pero uno se conformaba con lo que llegara en esa bolsa grande y olorosa que amanecía a un lado de tu cama el día 25 en la madrugada, horas después de que te habían mandado a dormir a güevo, todavía con el estomago henchido de tamales o buñuelos o pozole o quizá alguna vez pavo y con la ilusión de que esta vez ese tal Santaclos te trajera lo que habías pedido.
EN AÑO NUEVO… una semana después de que había sido noche buena, llegaba el 31 de diciembre y, entre trago y trago, entre botana y botana y entre una y que otra lágrima se esperaba que en la radio de la estación local empezaran a contar regresivamente los segundos que quedaban para las 12:00 de la noche y, de inmediato, repartir un apretado abrazo y otro abrazo fuerte a cada uno de los presentes, fueran familiares, fueran invitados, fuera un vecino que llegara de pasadita para sentir el aroma de los tamales, o el del menudo o el del pozote de cabeza de puerco, porque, que caray: era año nuevo y había que entusiasmarse, a como diera lugar, para continuar el rumbo de la vida, no ibas a poner una cara dura por mas difícil que estuviera el panorama, si para eso se esperaba el año nuevo con ansias locas, una semana después de que había sido noche buena, nomás que esta vez no iban llegar nadie a repartir regalos, sólo se reunía la familia en la sala y se ponía la consola o la grabadora para escuchar esos discos grandes de color oscuro con un hueco en medio que hacían por arrancar el entusiasmo de los que esperaban la culminación del año y la llegada del otro y estando ahí se podía escuchar el bullicio de las otras casas y los cantos parranderos de los bebedores y el tronar de un cuetito en la calle y el olor a pólvora y al rato habría que encerrarse, poner la radio y esperar la hora de los abrazos y los gimoteos, porque si te metías a osado y andabas en el patio, dios guarde la hora, podías ser el blanco de una bala perdida que disparaban al aire los señores con sus armas al momento en que las doce marcara el reloj y se escuchaba una tronazón en toda la colonia aunque todos los años dijeran que estaba prohibida esa práctica pero nadie hacia caso y fuera con pistola o con rifle o con escopeta jalaban el gatillo como los meros machos por la sencilla razón de que ya era año nuevo, no fuera ser que, al año siguiente, ya no estuviéramos.
*Abogado, escritor y Premio del Libro Sonorense.