Por Iván Escoto Mora*
En “El séptimo sello”, filme del realizador sueco Ingmar Bergman, se retrata una de las mayores angustias del hombre: el horror que produce la muerte. La película se desarrolla entre la ensoñación y la pesadilla. Un caballero cruzado se juega la vida en una partida de ajedrez. Su adversario es la muerte. Dos temas sobresalen: la conciencia de la muerte y la búsqueda del conocimiento en ese trecho que se llama “vida”.
Schopenhauer en sus complementos a “El mundo como voluntad y representación” señala:
“En el hombre, junto con la razón apareció necesariamente la espantosa certeza de la muerte. Pero como en la naturaleza todo mal está siempre acompañado de un remedio, o al menos de una compensación, esa misma reflexión que conduce al conocimiento de la muerte proporciona también las concepciones metafísicas que nos consuelan de ella”.
La ilusión de una vida tras la muerte reconforta, apacigua la terrible imagen de la inexistencia. El engaño se opone a la sensatez. Sabemos que sólo existe un plano material del mundo, una concepción diversa resulta incomprobable pero, imaginamos otros escenarios, existencias “supra-humanas”, espacios celestiales que albergan nuestra eternidad.
Tememos a nuestra naturaleza efímera porque nos asquea la idea de la finitud. Tanto esfuerzo implica la vida, tantos dolores, tantos sacrificios, para al final, llegar a nada: un segundo de alegría y luego todo desvanece.
Schopenhauer sostiene que el temor a la muerte es anterior a toda experiencia, es una suerte de sentimiento natural, intrínseco en el hombre, aterrorizado por aquello que desconoce.
Ihara Saikaku, poeta de Osaka, Japón (1642-1693), escribe: “porque tenemos vida es que experimentamos tristeza”. Es porque nos relacionamos con la existencia que nos apegamos a ella, tendemos lazos con el mundo que rehusamos abandonar. El vínculo con la existencia, nuestra relación con los hombres y los afectos que nos rodean, genera dependencia, deseo, necesidad que obliga a poseer.
El mito griego de las “Moiras”, hermanas controladores del destino de los hombres, es muestra del terror ancestral por la muerte. De las tres hermanas fatídicas: Cloto, Láquesis y Átropos, ésta última era la más temida, incluso por los habitantes del Olimpo, pues el corte de sus tijeras liquidaba la existencia aún de lo divino.
Perder lo que nos constituye en vida, lo que nos hace sentir, es fuente que acendra cualquier miedo. Es porque amamos las cosas que conocemos en este mundo que nos negamos a partir a otro, a la inexistencia, al vacío, a la nada que se presume ausencia absoluta.
Recorriendo las salas de la Galería Nacional de Londres, observé una muchedumbre que rodeaba una vitrina. La gente se extendía alrededor a un prisma enderezado hasta el techo. Asomé la mirada en la figura oblonga y apareció un cadáver con las carnes magras, expuesto en postura fetal, como si estuviera a punto de nacer. Una momia milenaria ante los desorbitados ojos de generaciones voyeristas. No podíamos parpadear. Aquellos que eran despojos, antes fueron hombre, padre, vida rutilante. Ahora, espectáculo de orfandad.
¿Qué queda tras la muerte?, ¿realmente morimos? Eduardo Nicol señala en su libro “La idea del hombre”, que todos los muertos están en situación y en rigor nadie está muerto: “Decimos que alguien está muerto porque queremos retenerlo: damos un estado presente al que no tiene estado ninguno, porque es ausente. Lo correcto es decir que alguien se murió: realizó el acto de morir”.
Al hablar en presente de los muertos, tramos de retenerlos, revivirlos en la memoria del ahora, sin reconocer que morir es dejar de existir. En cambio, los que viven mueren cada instante. En su devenir, el ser está muriendo.
Al concluir el acto desgastante de la existencia, se quiebra la frágil rueca de los días. Desde el mito griego: Cloto deja de hilvanar la vida, Láquesis ya no mide tiempo, vuela agudo el corte que extingue el movimiento y con ello, sobreviene la muerte con un tijeretazo de Átropos. Llega entonces lo eterno en forma de inexistencia.
Inventamos universos eternos frente a la muerte para compensar nuestra pena como podríamos hacerlo a través de los ritos de la escritura, del arte, de la última despedida, en los que se busca destrabar nuestro dolor. Ihara Saikaku escribe en su relato “Amor: disputa entre dos fuerzas” que el hombre compungido: “Juntaba las lágrimas que derramaban sus ojos en una pieza de pizarra para preparar tinta, y con su pincel desahogaba su corazón”. Un año que termina se despide en medio de la fiesta y se espera, a través del rito, atraer a la puerta del futuro que comienza una nube de alegrías, sin saber en realidad lo que vendrá. Sumémonos pues al rito y deseemos un feliz porvenir a la humanidad entera, esperando desde luego lo mejor.
*Abogado, filósofo/UNAM.