Por Juan Cervera Sanchís*
Sucedió una vez que una inteligencia, dulce y buena, que solía pastorear, las noches estivales, astros niños, se quedó profundamente dormida acunada por el campanilleo de los sapos y el ricriqueo de los grillos.
Fue entonces cuando el rey de estos últimos, que era muy juguetón, se fue introduciendo en lo más del ser de aquella inteligencia dulce y buena, hasta sembrarla de las más tiernas y bellas canciones, no escuchadas nunca antes en aquel planeta, ni en ningún otro, por nadie.
El mullido y verde prado, donde se había quedado dormida la inteligencia, se vistió de multicolores florecillas. Las altas nubes, los cirros y los cirrocúmulos, se detenía a escuchar, flotando en embelesos, aquellas canciones aún no nacidas, pero ya en gestación, que revolaban felices por el subconsciente de aquella buena y dulce inteligencia. El milagro había sido advertido por los álamos blancos de la ribera. Las hojas de éstos, estremecidas, rebrillaban tocadas de cariciosa y plateada luz de luna. La corriente del río, ensortijada de ondas, daba la buena nueva a los juguetones pececillos. Las mariposas nocturnas dibujaban en el aire hexaedros de felicidad.
El campo todo era una fiesta de ricriqueos. Todos los grillos, al unísono, celebraban la decisión de su rey, pues veían en aquella inteligencia a un hermano mayor, capacitado, por el poder del arte y el sortilegio del amor, para establecer entre ellos y los infantes de la especie humana la más emotiva de las comuniones.
Animales, vegetales y minerales se entregaban al jolgorio del canto aquella prodigiosa noche en que la voluntad canicular envolvía de vaporosas fragancias las celestiales alturas por donde, de vez en vez, los aerolitos rayaban, con sus bisturíes de fuego, la fina piel del empíreo.
La inteligencia dulce y buena, elegida por el rey de los grillos para recibir el don inigualable y único, que es el poder componer bellas canciones para la infancia, continuaba flotando sobre la esponjosa pradera, bajo las mieles del sueño, y disfrutando, ya a plenitud, del gozo creador.
El reloj cósmico mantenía su matemático curso. La noche avanzaba, con sus desplegadas velas de tisú, hacia los puertos de la aurora.
En la delgadez de la brisa se entremezclaban el arruar del jabalí y el aullar de los lobos, el balido temeroso de una oveja perdida y el graznido de un cuervo desvelado.
Unas nubecillas color granate presagiaban el pespuntear de la amanecida por los horizontes del Este.
Los perros intensificaban sus ladridos. Los kikiriquíes de los gallos horodaban los tornasolados efluvios. El cacareo de las gallinas endulzaba el perezoso despertar.
Olió a leche recién hervida. Se oyó un tintineo de cucharillas, cuchillos y tenedores entre golpecitos de tazas y platos.
Piaron los gorriones y gorjearon las alondras. Los primeros rayos del sol doraron las copas de los árboles.
Fue entonces cuando la inteligencia dulce y buena retornó al estado de conciencia. Sorpresivamente descubrió que dentro de sí se había operado una insólita metamorfosis: de pastor de estrellas pasaba a ser providencial y tierno cantor de niños.
Su sangre y su corazón fueron, repentinamente, un sonoro hormigueo de canciones y, olvidándose de sí, comenzó a caminar por el verde y mullido prado, salpicado de florecillas multicolores, sembrando el aire de bellísimas canciones, que hacían referencia a chorritos juguetones de agua transparente, a ratoncitos, a cocuyitos playeros, a conejos turistas y a canicas marchosas.
Fue así como nació EL GRILLITO CANTOR, iluminando el alma de un hombre llamado
FRANCISCO GABILONDO SOLER.
*Poeta y periodista andaluz.