Por Iván Escoto Mora*
(En apoyo a Sakineh Ashtiani. Deseando un día llegue la paz y con ella, el respeto entre los hombres)
Aquí lo tienes “mein Enkel”, éste es el lugar donde decenas, cientos, miles, millones por desgracia, hombres, mujeres y niños, fueron exterminados bajo los mecanismos del horror. Su dignidad se redujo a cenizas por pensar distinto, por creer diferente, por ser opuestos al estereotipo de un régimen.
-¿Y por qué me traes aquí abuelo si este lugar representa tanto dolor?
-Porque quiero que sepas lo que nuestro pueblo ha sufrido, porque no quiero que olvides. Nunca olvides de dónde vienes. Valora el peso de nuestro pasado, no permitas que el tiempo lo borre. Bien, ahora vámonos, debo descansar, mañana dicto una sentencia importante.
Hassan Ahmad como todas las mañanas trotaba para ejercitarse por la calle “Rosen”. A esa hora estaba sola, sin embargo, una luz se asomaba en la panadería.
El señor Schmittinger -Max para los amigos-, se dispuso abrir su local antes que los empleados llegaran. Decía con frecuencia que el éxito era para quien lo buscaba en el alba.
Comenzó su rutina. Limpió el mostrador, despejó las mesas y finalmente se dirigió al mueble que alojaba los trastos utilizados en la elaboración de las trenzas -especialidad de la casa-, ampliamente conocidas en la comunidad.
Aquellos instrumentos, contrario a la voluntad de Max –de estatura más bien baja-, eran colocados por sus empleados, a manera de broma, en la repisa más alta de un mueble en la amplia cocina, pulcra, con gran ventanal de vista a la calle.
Schmittinger usaba una antigua escalera comprada por su padre -fundador del establecimiento- para menesteres como aquél, en que víctima del ánimo burlón de sus trabajadores, tenía que hacer esfuerzos dobles parado en puntas sobre el último peldaño para alcanzar sus herramientas.
Aquella mañana el juego se tornó trágico, la apolillada escalera se venció haciendo caer estrepitosamente a Max. El suelo recibió su nuca con un golpe seco. El mueble cayó sobre su cuerpo, un afilado cuchillo sobre su ojo. Vaciado el aire de su pecho, se asfixió el último día del famoso panadero.
Hassan pasaba frente al ventanal del señor Schmittiger. Sin pensar corrió en su auxilio pero no logró ayudarle. Contempló en silencio un aliento que expiraba. Quedó absorto. No se dio cuenta cuando entraron Eva y Reiner, empleados de Max. Lo despertaron con un grito: -¡No se mueva! – pronunciaron desaforados.
Eva llamó a la policía. Acusaron a Hassan de asesinato.
Los oficiales sometieron al joven de un cachazo, lo derribaron, lo registraron. En su posesión se hallaba una navaja de bolsillo -regalo de Ipek, su madre-, inofensivo artefacto en manos de cualquiera, en Ahmad -pensaron los gendarmes-, un arma homicida.
Hassan fue llevado de inmediato a la Comisaría. La suma de acontecimientos hacía evidente lo ocurrido. Indocumentado, en un barrio rico, aprovechando la furtiva mañana, tenía que ser un delincuente. Las pruebas eran pruebas categóricas.
El asunto, magnificado por la prensa, ya había sido resuelto en la opinión general. La causa cayó en la jurisdicción del magistrado Lothar Kaufman quien, ante el escándalo, de inmediato sentenció.
La pena impuesta a Hassan Ahmud por el delito de homicidio con todas las agravantes fue la más severa posible. El joven pasaría el resto de sus días en una mazmorra. Cinco vidas serían necesarias para que lograra cumplir su condena.
Al terminar la audiencia el juzgador no dio entrevistas, tenía un compromiso, cenaría en un lujoso restaurante con su familia.
En la sobremesa el Magistrado era interrogado por su hijo. El togado en pose docta explicaba que el caso era típico: “los inmigrantes invaden el país con su cultura y sus creencias inadaptadas, la única forma de impedir desgracias, es confinando a esa gente”.
El viejo habló largo tiempo, su discurso era duro, infalible, encendido. Mientras pronunciaba aquellas palabras, su nieto comía en silencio sin lograr comprender, luego dejo la mesa. Nadie se percató. Seguían discutiendo su padre y su abuelo.
Tomó asiento en el jardín al fondo del restaurante. Sacó de su bolsa un pequeño libro, era de su clase de español. En él una cita decía: “Raza judía, carne de dolores/ raza judía, río de amargura:/ como los cielos y la tierra, dura/ y crece aún tu selva de clamores”. El texto lo había escrito Gabriela Mistral, poeta chilena de quien el profesor les había hablado en clase. Los versos continuaban: “Nunca han dejado orearse tus heridas;/ nunca han dejado que a sombrear te tiendas,/ para estrujar y renovar tu venda,/ más que ninguna rosa enrojecida”. El niño imaginó al mundo como un largo lazo ensangrentado. El mundo como venda que ha perdido todo rastro de blancura. Entendió entonces, que era imposible entender.
*Lic. en derecho, Lic. en filosofìa UNAM.