Por Miguel Ángel Avilés Castro*
El cuerpo fue encontrado en un canal y estaba envuelto en una cobija catalana. Al menos eso nos dijo el profe de medicina legal cuando estábamos en la morgue.
Nos había citado allí para que viéramos como se practicaba una autopsia. Alejandro no fue por que dijo que le daban miedo los cadáveres y aprovechó la hora para irse al cine a ver Calígula.
Los que fuimos, llegamos en bola y el doctor Beltrán ya nos estaba esperando con el material didáctico. En una plancha gris y fría vimos, perplejos, la silueta de un cuerpo cubierto con una sábana verde. Algunos quisieron regresarse. Yo aproveché para tomar de la mano a Carmen y le pedí, muy quedito, que no se fuera. No temas, le dije tiernamente, acuérdate que estás conmigo le rematé muy seguro aunque en el fondo yo tenía más miedo que ella.
El maestro nos pidió atención y empezó la clase. Antes nos hizo la promesa que al salir de allí, por la valentía de haber venido, invitaría a cenar hot-dog al que quisiera. La Clara, con su inconfundibl e voz gangosa hizo un fuchi y se tapó la boca como si en verdad le diera mucho asco. Luego, luego vimos que era otra de sus exageraciones pues todos sabíamos que su papá -aunque nos presumía que era ganadero-, trabajaba en el rastro matando reses y ella en ocasiones le ayuda.
Todos nos colocamos alrededor de la plancha y el maestro, ya vestido de médico con su bata blanca y toda la cosa, volteó a vernos como para hacerlo más emocionante y poco a poco fue levantando la sábana que cubría el cuerpo. Lo trajeron ayer, informó, lo encontraron en un canal envuelto en una cobija. Ahorita van a ver como lo dejaron, dijo y sonrió como si lo disfrutara. Todos lo volteamos a ver como si estuviéramos viendo a un mago y nos fuera a sacar algo de la chistera. La sala se empezó a llenar de un olor fuerte y penetrante de no se qué reactivo que algunos asociamos con la muerte.
El maestro destapó de golpe la cabeza del cadáver y de pronto vimos una cara rígida que dormía para siempre. Sus líneas eran finas. Tenía una piel marrón y su cabello largo y enlodado colgaba de los bordes de la plancha. El maestro dijo que así lo habían hallado y no teníamos porque dudarlo. Luego nos mostró sus hombros y aparecieron las primeras puñaladas. Así lo encontraron, comentó el maestro y la Carmen, para mi sorpresa, me agarró fuerte y se tapó la cara. Yo hice como que la protegía y la apreté también bien fuerte para que se sintiera más segura. La Clara preguntó por el baño y nadie le contestó porque todos estábamos atentos, esperando más heridas.
El doblez de la sábana apenas iba en el tórax y ya habíamos contado diez. La Clara, para entonces, vomitaba en una cubeta que estaba frente a la plancha y nos pedía que le lleváramos agua. Nadie le hizo caso. El maestro nos dijo que en total tenia veintisiete heridas causadas por arma blanca y que todo parecía indicar que había sido un crimen pasional. La Carmen volteó y se me quedó viendo pensando, seguramente, que yo algún día le podía hacer lo mismo. A los mejor por eso se apartó de mí y fue a ponerse en medio, a la altura de la tetilla de nuestro material de estudio.
Para entonces la Clara -como nadie la había pelado- estaba atenta y concluyó en voz alta, la muy sabeonda “que quien haya sido el culpable, había terminado con la vida de una hermosa mujer.”
Justo cuando lo decía, el doctor Beltrán ya portaba en sus manos una sierra y sin avisarnos, levanto con gran destreza la parte superior del cuerpo y con la misma la echó a andar por debajo de su cabeza. No se a quién le pidió que le detuviera la sierra y empezó a levantar el cuero cabelludo como si estuviera pelando un coco. La Carmen pegó un grito y se echó en mis brazos. No temas, acuérdate que estás conmigo le volví a decir y en eso escuchamos un fuerte golpe. La Clara ahora sí se había desmayado de adeveras y entre dos compañeros nomás la recostaron en la pared y de inmediato regresaron a su lugar por que el profe ya estaba partiendo el cuerpo en dos. El torso quedó al descubierto y entonces reconocimos que La Clara tenía razón: habían matado a una persona muy hermosa y quien haya sido, agregó el doctor, antes se dio un banquetazo con esta pobre señorita.
La Carmen volvió a verme muy feo, seguramente recordó lo del crimen pasional y se apartó otra vez de mí como dos metros. Se recostó en la plancha y su trasero y yo quedamos frente a frente.
La Clara se tapó los ojos cuando el maestro abrió de tajo la panza de la víctima y advirtió que ahí venia lo bueno. Todos nos atropellamos para ganar el mejor lugar alrededor de la plancha y el maestro le puso más suspenso.
El doctor jaló la sábana de un de repente y la Clara, absorta, llevándose las manos a su boca, nos compartió una fascinación que nunca jamás le habíamos visto. Y es que frente al deleite de la aprendiz de matancera y ante la contrariedad de los varones, había quedado expuesta, de piel marrón, la flácida, la envidiable, descomunal, puntiaguda pero desperdiciada virilidad del interfecto.
*Abogado, escritor y Premio del Libro Sonorense.