Por Iván Escoto Mora*
En “Las Meninas”, cuadro de Diego Velázquez realizado a mediados del siglo diecisiete, el pintor madrileño representa una escena cotidiana de la corte española: la infanta Margarita es retratada por el artista, rodeada de sus doncellas.
Nada tendría de particular la imagen, a más de haber sido realizada por el célebre autor, de no ser por un detalle: mientras todos se encuentran atentos a la ejecución del artista -capturado en la pintura junto con la princesa, sus nanas, acompañantes y hasta el cachorro de la familia-, de súbito, entran a la habitación los reyes Felipe IV y Mariana de Austria. A ellos no se les ve sino a través de un espejo.
En la escena, representación de la representación, todo se vuelve laberinto, recuerdo del mito griego de la Caverna, proyección ensombrecida de esencias residentes de otros mundos.
Los objetos son imagen, reflejo interpretativo de nuestras percepciones. El filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein diría que el pensamiento es un modelo de la realidad, forma aparente que se dota de sentido en un estado de signos relacionantes.
Sobre “Las meninas”, el francés Michel Foucault, apunta en su libro Las palabras y las cosas: “Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace verlo. Y en el momento en que vamos a apresarnos transcritos por su mano, como en un espejo, no podemos sorprender de éste más que el revés mate. El otro lado de una psique”.
El arte, como el lenguaje en todas sus formas, es vehículo del pensamiento y éste, instrumento de reconfiguración. Su luz extrae de las sombras los objetos, los captura en un halo evanescente, en definiciones que nos llegan sólo a medias: ¿qué quiso decir el artista con su obra?, para responder, se acciona el juego de la re-interpretación. La mirada humana es reflejo de la realidad que se multiplica en racimos de percepciones. Foucault señala que “existen más libros sobre libros que libros sobre el mundo”, podríamos agregar que cada ojo que repasa una página, engrosa en mil fojas sus tomos.
El mundo se tasa a través de la experiencia de lo propio. No resulta posible preguntar sobre él, si no se pregunta sobre lo que experimentan los sujetos que le perciben. Desde el dolor, Emily Dickinson se cuestiona en su poema 561: “Yo mido toda Pena que me encuentro/ Con Ojos inquisidores y atentos-/ Me pregunto si pesa como pesa la Mía-/ O si es de tamaño más llevadero”.
Analizar es dejar correr las cosas por nuestro filtro de prejuicios. En el campo del entendimiento, todo se vuelve interpretación. Sobre las razones privan las emociones, sobre el objeto, las perspectivas del hombre.
Apreciar una obra no es descifrarla en sus técnicas y teorías, es experimentar frente a su lenguaje el sentimiento de lo humano. Toda explicación se vuelve justificación dentro de un límite. Entendemos los hechos en función de referencias. Conocer es encontrar la similitud de lo sabido con lo desconocido, diría Foucault: “Buscar el sentido es sacar a luz lo que se asemeja. Buscar la ley de los signos es buscar los semejantes”.
Dentro de un cerco limitativo, adquiere sentido el pensamiento. Entender el orden de las cosas es entender la estructura de los hechos que les dan origen. La sintaxis del pensamiento dota de significado las marcas que en él se proyectan. Para Foucault: “El mundo está cubierto de signos que es necesario descifrar y estos signos, que revelan semejanza y afinidades, sólo son formas de similitud. Así, pues, conocer será interpretar: pasar de la marca visible a lo que se dice a través de ella y que, sin ella, permanecería como palabra muda, adormecida entre las cosas”.
Lo propio del saber no es ni ver ni demostrar sino interpretar, hacer referencia a un sentido de conexiones que posibilitan el entendimiento. Al interpretar se reacciona ante la existencia, los hechos se explican a través de un lenguaje que es reflejo de imágenes en las infinitas caras de la realidad.
*Abogado, filósofo / UNAM.