Por Miguel Ángel Avilés Castro*
Tres cuadras más adelante ese perro va a cambiar de dueño. Así se lo comenté a mi madre quien esa tarde de principios de año, a paso lento, me acompañaba al centro comercial que acababan de inaugurar, pero seguramente no me oyó porque desde entonces ya se estaba quedando sorda.
Los dos lo miramos asustadizo en el regazo de ese hombre en andrajos que lo atesoraba como el mejor botín jamás logrado en los últimos meses.
El tipo aquel soltó una palabras y nos dijo no sé qué cosa; quise entender que nos los ofrecía en venta y yo, con un desdén, lo mandé al carajo.
El periférico, a estas horas de pardo atardecer, es un dragón esquizofrénico, un toro de lidia furibundo. Así pensé en describírselo a mi madre pero me pareció una cursilería de mi parte y mejor la tomé del brazo mientras esperábamos el cambio de luces del semáforo.
Fue entonces cuando sentí que me jalaban del pantalón. Era un niño pecoso y sonriente y me presumía a su mascota: un perro asustadizo el cual me miraba como si ya nos conociéramos. Le pasé mi mano por su cabeza sucia y estiró su hocico como olfateándome, al tiempo que yo me daba la media vuelta porque el semáforo ya había cambiado y eché a andar acompañado del paso lento de mi madre.
Cuando alcanzábamos la otra orilla oí un impacto fuerte que seguramente mi madre no escuchó porque desde entonces ya se estaba quedando sorda, y, casi al instante, vimos caer, como si desde una nube, los restos del niño que momentos antes me presumía a su mascota.
Aquello, ese dragón esquizofrénico o ese toro de lidia furibundo o lo que sea se detuvo en seco. Yo abracé a mi madre con fuerza y lentamente nos fuimos sumando a los mirones.
El niño era una mariposa disecada y roja. Los paramédicos llegaron no se en cuanto tiempo y levantaron el cuerpo casi de inmediato.
Mi madre estiró una mano y me señaló hacia el lado opuesto del semáforo. Desde ese punto un perro asustadizo y cojo, este que hoy muerto de viejo estoy sepultando, me veía como si ya nos conociéramos. Lo tomé en mis brazos como a un niño, me llenó de sangre la camisa, hablé de pactos y del destino o no se que cursilería y le volví a decir a mi madre al tiempo que avanzábamos: “este perro otra vez va a cambiar de dueño” pero seguramente no me oyó porque desde entonces ya se estaba quedando sorda.
*Abogado, escritor y Premio del Libro Sonorense.