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Fondas y bodegones en el México del siglo XVIII

Por domingo 17 de octubre de 2010 Sin Comentarios

Por Juan Cervera Sanchís*

El general Juan Nepomuceno Almonte mandó imprimir a mediados del siglo XVIII un folleto titulado “Guía de Forasteros”. Gracias a esta publicación tenemos hoy noticias Precisas de las fondas y los bodegones que había en la Ciudad de México en aquel tiempo, qué se consumía en di­chos establecimientos y cuánto costaba.

En verdad es harto curioso constatarlo y, sin lugar a dudas, revelador, pues si bien se dice que por sus frutos los conoce­remos, es más que obvio, por otro lado que, si aspiramos a conocer a fondo a las personas, es básico averiguar cómo y de qué se alimentaban.

“Dime que comes y te diré quien eres y que piensas”, se ha dicho. Y más: “Sabré que enfermedades te aquejan y de que mueres.”

Esto se ha dicho y se dice y es muy cierto. Aunque la mayo­ría de los seres humanos no lo tenga muy en cuenta.

A mediados del siglo XVIII, según el citado folleto, en las fondas y bodegas de la ciudad de México “se almorzaba por dos reales y se comía por tres.”

¿Cuál era el menú? Sigamos con la lectura de “Guía de Fo­rasteros”: “Caldo, sopa de pasta de arroz o masa, puchero de ternera o carnero, un guisado, un asado de carne con ensala­da, y pasta de dulce.”

Era lo indicado en la carta, pero había una lista de platos especiales aparte para paladares más exigentes y, sobre todo, economías más prósperas. Era pues el servicio a la carta.

Los fines de semana se añadían nuevos platos, como ba­calao a la vizcaína, mondongo a la andaluza, sopa de ra­violes y, por encargo, se cocinaba una substanciosa “olla po­drida”, al estilo de Castilla, como, según cuenta Miguel de Cervantes, consumía “en un lugar de la Mancha”, el Caballero de la Triste Figura, su inmortal Don Quijote.

En “Guía de Forasteros” conocemos cuales fueron las fondas y los bodegones más celebrados de la época. Entre los más célebres y celebrados estuvo “El Moro de Venecia”, donde se servían almuerzos por dos reales. Aquellos almuer­zos contenían huevos al gusto del consumidor, guisados con chile , bistec o asado, frijoles refritos o corrientes, y un vaso de pulque o café.

Otra fonda muy concurrida entonces fue “El Conejo Blanco”. Al anochecer era alumbrada con velas de cebo. Esta fonda servía pollo asado, pescado blanco de Chalco y Texco­co, fritos, en escabeche o alcaparrados, deliciosos peneques y frijoles chinos.

No menos famosas fueron las fondas del “Arzobispado” y “La Buena Fe”, que fueron una larga vida. En ellas se cobra­ban veinticinco centavos por una comida sencilla con derecho a puchero, dos blanquillos, guisado o asado, y lo que no po­día faltar al término de cualquier comida en aquel tiempo: el vaso de pulque o la taza de café.

Proliferaron por toda la ciudad las fondas de nombres cu­riosos y hasta rimbombantes. Así la “Del Diamante”, “La de Fortunet”, “Del Parque”, “De los Conspiradores”… Los meseros trabajaban en camisa y con las mangas remangadas. Lleva­ban delantales con amplias bolsas para guardar los cubiertos propios del servicio. Eran maestros en cargar varios platillos y desde las mesas solían gritar a los cocineros las órdenes.

En aquellas fondas el bu­llicio era enor­me. Abunda­ban los fu­madores, por lo que las volutas de humo se cruzaban entre sí formando geométricos enca­jes en el aire. Los parroquianos daban la sensación de flotar en un reino de ficción.

Los olores mezclados del pulque, del aguardiente, del café, de los guisados, de los asados, de los picantes y refritos, para un olfato de hoy, deberían hacer de aquellas fondas y bodegones algo irrespirable. Sin embargo, los concurrentes, disfrutaban felices el ambiente general de aquellos comedo­res y sus, para ellos, sabrosos platillos.

Aunque todavía no existían los tríos y los trovadores tal como los conocemos hoy no faltaba la música en aquellas fondas y bodegones. Solían estar animadas por las llama­das murgas, integradas por tres o cuatro músicos, que solían recorrer dichos establecimientos para alegrar el paladar y la digestión de la bulliciosa clientela. Estas murgas interpreta­ban por lo común canciones picarescas, de crítica política y también nostálgicas y de amor.

Durante la noche la fonda más concurrida fue la de “La Madrina”, que estuvo en la calle que hoy conocemos como 5 de Mayo. Estaba esta fonda a unos pasos del Teatro Nacional. Era atendida por una pintoresca dama llama precisamente “La Madrina”. Esta dama le caía de perlas a la gente señorial, así como a actrices, actores, cantantes y comerciantes del rumbo, muy particularmente por su desenfadado lenguaje. Era una mujer sobrada de gracia y de verbo.

No faltaban, ya en aquel tiempo, los puestos callejeros y las fonduchas de mala muerte, a las que se les llamaba en aquel tiempo “de los agachados”. Ahí, los desamparados, se alimentaban o, mejor dicho, engañaban al hambre como Dios les daba a entender y la realidad, siempre cruel y rara vez compasiva, se lo permitía.

Ellos consumían lo que llamaban “el revoltijo”, que no era otra cosa que las sobras de las casas y figones, por módico precio de tres centavos.

Había también un servicio que llamaban “el cucharón”.

Este servicio costaba un centavo. Érase un caldo humeante y rehervido donde aparecían más huesos que retazos de car­ne, pero así sobrevivían los pobres de solemnidad, que eran muchos, en el siglo XVIII en la ciudad de México.

Más o menos como ahora, que en eso de las fonduchas y puestos callejeros nos llevamos la palma, pues poco o nada se ha progresado en tal punto en nuestra feliz ciudad.

Aunque en lo que se refiere a los restaurantes, ya no fon­das ni bodegones, de lujo, al igual que entonces, los que pue­den siguen comiendo a cuerpo de rey, tal como los que no pueden, que son los más, se resignan a la torta o al taco de canasta y así distraen y engañan al hambre. Por lo menos eso creen ellos, pues al hambre, la verdad sea dicha, no hay Dios que la engañe, menos hombre o mujer.

* Poeta y periodista andaluz

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