Por Mario Arturo Ramos*
México tiene su fiesta de muertos el 2 de noviembre, este día el pueblo mexicano celebra un rito único que tiene hondas raíces en los pueblos prehispánicos que habitaron el territorio nacional antes de la conquista, también los que lograron sobrevivir a ella; de norte a sur y del Pacífico al Atlántico, la muerte ocupó y ocupa un lugar especial en las celebraciones de la vida cotidiana de las sociedades precolombinas. En la legendaria Tenochtitlan (Ciudad de México), el hombre náhuatl utilizaba como instrumento –para no dejar de ser a su paso por la muerte-, una ceremonia fúnebre de flores y cantos que lo acompañaban en el viaje a la otra vida, que al final tenía cuatro destinos diferentes: el Tlalocan, eterno descanso para los que se ahogaban, a los que partía un rayo, a los que mataba la lepra, la sarna; sitio de los tlaloques donde jamás faltaban alimentos y frutas y las penas desaparecían para siempre; el sol o el cielo, como lo interpretó el fraile Bernardino de Sahagún, casa de los guerreros muertos en batalla y de las mujeres fallecidas al dar a luz, en ella los sacrificados y los guerreros habitaban la parte oriente, al amanecer acompañaban al astro rey realizando peleas, juegos, bailes llenos de regocijo y alegría hasta que llegaba el nepanta, tonatiuh o mediodía, en ese momento dejaban su lugar a las mujeres parturientas muertas, las que seguían al lado del sol cantando y bailando hasta el crepúsculo, al cabo de cuatro años de realizar esta tarea las almas acompañantes se convertían en aves.
El Mictlán, residencia de Mictlantecuhtli (varón) y Mic-tlancíhuatl (mujer), principales dioses del lugar donde permanecían las almas de los nobles o los simples mortales que fallecían de enfermedades comunes; al Mictlán se llegaba después de una travesía en la que había que cruzar dos sierras, vencer o evadir a una culebra gigante que cuidaba el camino, pasar con múltiples trabajos ocho páramos, el territorio de la lagartija verde, atravesar el río Chiconahuapan montado en un perrito color bermejo, para así poder morar en la Casa Común; por último el sitio para los niños difuntos nombrado Xochatlapan, donde crecía el Árbol Nodriza que amamantaba a los pequeños con leche y miel que brotaba de su bondad y de su corteza. En el calendario azteca el noveno y décimo meses (20 días) las principales fiestas se dedicaban a los muertos, el noveno a los muertecitos y el siguiente a la fiesta grande, las ofrendas, los bailes, la música, la poesía; se bebía pulque y tejuino, bebidas de dioses y mortales, de vivos y muertos. El arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, apunta: “El hombre prehispánico concebía la muerte como un proceso más de un ciclo constante expresado en sus leyendas y mitos. La “Leyenda de los soles” nos habla de estos ciclos que son otros tantos eslabones de ese ir y devenir, de la lucha entre la noche y el día, entre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl. Es lo que lleva a alimentar al sol para que éste no detenga su marcha y el por qué de considerar a la sangre como su elemento vital, generador de su movimiento. Es la muerte como germen de la vida”.1
La conquista española y sus casi tres siglos de dominio trajeron otras visiones del “mundo de las sombras” producto de la religión dominante en España que pronto se fusionaron con las creencias nativas en poderoso sincretismo que resistió el transcurrir del tiempo; las tres raíces étnicas que conformaron mayoritariamente la población nacional –indoamericanos, españoles, africanos– encontraron en el tema mortuorio un espacio para compartir y enlazar prácticas religiosas de forma consciente o inconsciente, un ejemplo lo constituye la costumbre de los “hombres barbados” de construir sus fosas –tumbas– y las de los suyos en iglesias o camposantos, junto a esculturas de santos, vírgenes, imágenes religiosas que les otorgaban protección en el trayecto a lo desconocido; en las civilizaciones precortesianas los Señores hicieron lo mismo en pirámides y entierros donde colocaban ofrendas con joyas, piezas de arte –en ciertos casos– sirvientes y esclavos sacrificados para que los ayudaran con su destino. La mayoría de conquistados y esclavos aceptaron las nuevas prácticas agregándoles aires festivos como elemento propio que las distinguía (distingue) de otros pueblos y naciones, dándole colorido a la tesis fundamental de la época barroca que imperó en la Nueva España: hacer de la vida un drama y del drama, vida; hacer fiesta de la muerte y de la muerte, fiesta. La pluma de la “décima musa”, Sor Juana Inés de la Cruz nos legó una brillante muestra de poesía con esta temática en En la muerte de la Excelentísima Señora Marquesa de Mancera, verso al que pertenece los siguientes fragmentos: Alza tu, alma dichosa, el presto vuelo /y, de tu hermosa cárcel desatada/, dejando en vuelo su arrebol en yelo, sube a ser de luceros coronada;/ que bien es necesario todo el cielo/ para que no eches menos tu morada./ Nació donde el oriente el rojo velo/ corre al nacer el rostro rubicundo,/ y murió donde, con ardiente anhelo,/ da sepulcro a su luz el mar profundo: que fue preciso a su divino vuelo/ que diese como el sol la vuelta al mundo.
En el México Independiente –1812-2006– la fiesta de muertos no sólo no perdió significado, sino adquirió identidad nacional ya que la pluralidad étnica conservó sus maneras de enaltecer a los que cumplieron su ciclo; las etnias y los mestizos en los primeros de noviembre dedicaron esfuerzos y plegarias a los difuntos elaborando calaveras de dulce y de barro, loza vidriada donde colocaron mole, tamales, pozole, pan elaborado especialmente para la ocasión, buñuelos, calabaza en tacha, alfeñiques con figuras de animales, etc., conservaron la tradición que enseña que las almas regresan cada año en estas fechas a reunirse con los parientes, los amores. Los poetas del siglo XIX en coplas, sonetos y cuartetos les cantaron por todos los rincones del país, un verso anónimo de esta época titulado Calavera, dice: Es una verdad sincera/ lo que nos dice esta frase/ que sólo el ser que no nace/ no puede ser calavera/. Los ricos por su elegancia/los rotitos con redrojos/, los pobre por su miseria/, los tontos por su ignorancia/los jóvenes por su infancia/los hombres de edad madura/todos en la sepultura/con las viejas ¡¡qué ficción!!/ serán como dice el cura/ calaveras del montón. El 2 de febrero de 1852 en el barrio de San Marcos de la ciudad de Aguascalientes nació el genial José Guadalupe Posada, uno de los privilegiados artistas que mejor han interpretado estéticamente la vida y las conductas sociales de los mexicanos. Grabador, dibujante, de su talento nace la retroalimentación de la tradición de “las calaveras”, dibujos que representan la vida por medio de la muerte; la publicación de estos grabados acompañados de cuartetos, sextetos, coplas, octosílabos, que satirizaban personajes políticos y sociales a finales del siglo XIX no sólo consolidó la tradición sino la superó con creces. “Las calaveras” se convirtieron en una fuente periodística, los diarios nacionales dedicaron páginas a seguidores del género literario-visual-humorístico que continuaron –no todos afortunados– con la labor desarrollada singularmente por Posada, quien murió en la Ciudad de México el 20 de enero de 1913, día en que se apagó la luz de un grabador que se convirtió en destacado precursor del arte contemporáneo.
El siglo XX y la primera década del XXI son intensos, las concepciones indígena de que la vida se completa con la muerte y la colonial con el concepto cristiano de que es un puente para la inmortalidad de las almas; la materialista y la científica que la etiquetaron como una experiencia más de la vida misma dieron paso a la búsqueda filosófica de la explicación de la existencia del hombre y su importancia, sin embargo no cambiaron el hondo arraigo de las festividades del Día de Muertos, los altares dedicados a ellos ocuparon espacios públicos e íntimos; los rezos y el tañido de las campanas siguieron sonando por lo que ya no están con nosotros, pero que su recuerdo sigue presente. Efraín Huerta en “Breve elegía a la actriz Blanca Estela Pavón” escribe: Tu fuiste la paloma del más perfecto vuelo,/ Yo invento la tristeza e invento la agonía,/ Estoy junto a tu muerte, que es mi propio veneno,/ Estas junto a mi muerte y yo soy tu elegía.
Los últimos años la fiesta del 2 de noviembre sigue uniendo vivos y muertos con altares, ofrendas, vino, música, la poesía y las flores; la diversidad cultural y geográfica se manifiesta con distintos matices enriqueciendo las ceremonias de nuestro pueblo que resisten con tradiciones propias a las costumbres llegadas de otras latitudes, es una fiesta que nos pertenece, nos llena de orgullo por ser tema de la identidad nacional que se expresa magistralmente en el poema del inolvidable poeta chiapaneco Jaime Sabines “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines”: He aquí que todo viene, todo pasa,/todo, todo se acaba,/ ¿Pero tú?/ ¿pero yo?, ¿Pero nosotros?/ ¿para qué levantamos la palabra?/ ¿de qué sirvió el amor?/ ¿cuál era la muralla?/ ¿qué detenía la muerte? ¿Dónde estaba/ el niño negro de tu guarda?/ Ángeles degollados puse al pie de tu caja,/Y te eché encima tierra, piedras, lágrimas,/ para que ya no salgas, para que no salgas.
Por eso el 2 de noviembre podemos decir como apunta Agustín Batra: “Ahí va la muerte, diría yo, pero viviendo, la muerte que no puede morir porque en el temblor de las palabras que no salva del tiempo mora la vida…” 2 y eso, merece una fiesta inolvidable.
1 ”Muerte al filo de la obsidiana”. Edit. INHA. 1978.
2 ”Antología de la muerte”. Edit. Pax-Mèxico.1967.
*Autor e investigador