Por Iván Escoto Mora*
Semáforo en rojo. Un joven cruza la avenida, camina rápido, portafolio en mano, corbata al cuello, zapatos lustrosos. Otro, de la misma edad, también aprovecha el alto vehicular. No se dirige a ningún sitio, desde hace años ha llegado, en esa esquina trabaja, duerme, vive con otra docena como él, todos uniformados con las ropas tiesas de humo, todos con la misma transparencia y rosetones de lodo en la piel. En la mano sostienen siempre botellas de agua jabonosa; en un hilo, arrojan a la distancia su contenido, cae sobre parabrisas, frente muecas molestas, ante el no reiterado y la moneda que se resiste. Qué distingue a los dos jóvenes, podrían ser el mismo sujeto y sin embargo, es difícil pensarlos más distintos.
Siglos de historia se suman en páginas incontables y las mismas preguntas planteadas desde la poesía, la filosofía, el arte y la ciencia, siguen sin respuesta: ¿qué es el hombre?, ¿qué es la vida?, ¿qué es la existencia?
Walt Whitman escribe: “Me celebro y me canto a mí mismo./ Y lo que yo diga de mí, lo digo de ti,/ porque lo que yo tengo lo tienes tú/ y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también”. El ser del hombre es una misma esencia desdoblada en múltiples modos. Siguiendo a Baruch Espinoza podríamos decir que la substancia del hombre es un ser de infinitas posibilidades expresadas en la existencia común.
Samuel Ramos cuestionó el significado del “ser” del hombre desde lo mexicano, desde la cultura específica de un pueblo que podría ser cualquiera, cualquier hombre y todos los hombres, cualquier pueblo y todos los pueblos.
Porqué existen polos tan distintos en una misma sociedad, por qué no ha logrado el ser mexicano vencer sus furias y demonios, por qué no ha logrado derrotar sus frustraciones. En “El perfil del hombre y la cultura en México”, el profesor universitario apura una tesis dolorosa que, a pesar del tiempo, no logra ser revocada: flota un sentimiento de inferioridad en el ideario colectivo, este sentimiento es ancla, es muro, es desesperado grito ante lo propio que se niega y rechaza.
En la tesis de Ramos la inferioridad se estudia como miedo a reconocer en las carencias del otro, las carencias propias. El ser reniega de sí mismo, lo otro se considera ajeno, prescindible y por tanto, se le ubica en el grado de lo despreciable, eso que se representa en la figura del pelado: “proletario en lo económico y primitivo en lo intelectual”.
Al otro, al ajeno, al que no representa el modelo estereotipado del ser, se le teme y peor aún, se le combate; es necesario exterminarlo porque su existencia recuerda la miseria común.
La concepción civilizada del mundo crea un modelo inapelable al que todos deben sumarse, los disidentes no tienen cabida. En este escenario, la igualdad sólo es posible entre pares, surgen categorías, castas sutiles que sustituyen la monstruosidad de la barbarie descarada, por máscaras y poses; mecanismos de violencia apenas visibles.
En el humanismo de fábrica se reconoce al hombre como centro de la existencia y se asume la razón en todos los gestos. En la modernidad tasada, medida, gradada y degradada, los hombres son espejos de un mismo material pero, sólo se toman en cuenta los reflejos que hacen ver la imagen adecuada. La fantasía de la modernidad se realiza con la complicidad social y al margen de la sociedad.
Se crean cada día formas de cultura, de arte, de tecnología; todas se adoptan de inmediato con desesperación narcótica: el hombre civilizado no puede quedarse fuera de la vanguardia, debe su existencia al consumo de la novedad. Ante semejante frenetismo, Samuel Ramos señala que: “Muchos sufrimientos que hoy padecemos se aliviarán el día que nos curemos de la vanidad. Por
vivir fuera de la realidad de nuestro ser nos hemos rodeado de un ambiente caótico, en medio del cual caminamos a ciegas”.
Al sentimiento de inferioridad que impide al hombre reconocerse en el otro, no queda sino oponer la conciencia, el desarrollo de una cultura que restaure la dimensión humanista de la existencia, no como medio para la obtención de un fin último, sino como facultad para experimentar la vida en el campo de lo real, ahí, donde no es posible cancelar la existencia del “todo integral” que conforma al ser del hombre.
Negar el lado incomodo de la naturaleza, es tanto como negar la realidad. Ramos señala que la cultura es: “una función del espíritu destinada a humanizar la realidad”; podrí-amos agregar: función que recobra la experiencia real de lo humano en sus disímbolas manifestaciones.
Sólo se puede experimentar el mundo desde el humanismo, cuando se advierten sus diferencias y se asumen como parte de la condición única del ser. Las palabras de Walt Whitman convergen con las de Samuel Ramos y con las de todos los que piensan al hombre como unidad. Hablar del “yo” es hablar del “tú”, vivir en ti es vivir en mí, reconocer el “nosotros” es reconocer la única forma de vida posible, esa que incluye la totalidad del ser.
La cultura que piensa la diversidad como esencia del ser en cada individuo, implica siempre lo universal. Ramos define la cultura como casa de “todos” vuelta del todo hacia lo propio, “cultura universal hecha nuestra”, que vive con nosotros y es capaz de expresar nuestra alma.
*Lic. en derecho, Lic. en filosofía UNAM.