Por Eligio López Portillo*
Existen documentos históricos que hacen referencia a grupos armados que se formaron en la región del Évora, en apoyo al gran movimiento nacional revolucionario de 1910 para derrocar al gobierno dictatorial de Porfirio Díaz.
Fue en los pueblos “El Playón” y “Playa Colorada”, ubicados en el hoy municipio de Angostura donde estos grupos se hicieron más presentes, ya que en la época porfiriana habían alcanzado un mayor desarrollo económico. El primero tenía la categoría de celaduría, perteneciente al distrito de Mocorito; lo pujante de su economía se debía a su envidiable situación geográfica; sus tierras, casi en su totalidad, eran bañadas, por un lado, por las aguas del río Mocorito y, por el otro, por el Mar de Cortés y el Océano Pacífico, haciendo de este lugar un pequeño valle de tierras muy fértiles aptas para cualquier tipo de cultivos, pero también propicio para la formación de grandes bancos naturales de sal. El segundo era un pequeño puerto de cabotaje, tan conocido en esa época como lo eran Mazatlán y Topolobampo. A través de éste se movilizaban grandes cargamentos de productos generados en la región, como lo eran minerales, gran variedad de granos (sobresaliendo el garbanzo) y palo de brasil, utilizado este último como colorante de tela en Alemania y otros países de Europa. Dichos cargamentos salían en pequeños barcos de vela hacia Mazatlán o a La Paz para después ser enviados desde estos lugares en buques de vapor a San Francisco o directamente hasta Alemania. Por todo ello las dos comunidades estaban expuestas a ser visitadas frecuentemente por dichos grupos de revolucionarios quienes, por los desmanes que hacían en estos pueblos, parecían más bien bandoleros que luchadores a favor de una causa justa.
El pueblo de “El Playón” fue el mas afectado por dichas invasiones ya que sus moradores en su mayoría poseían ganado, eran agricultores, comerciantes y recolectores de sal. Las tropas que ahí llegaban se apoderaban primero de alimentos que los moradores guardaban en la “despensa” -así se le llamaba al lugar de la casa destinado a resguardar productos alimenticios no perecederos para garantizar el abasto por cierto tiempo-ya que las malas condiciones de los caminos, provocadas por las fuertes lluvias, dejaban incomunicado por muchos días a este pueblo con aquéllos con los que tenía gran intercambio comercial como Mocorito y Ciénega de Casal.
Además del asalto a la “despensa”, los revolucionarios también se apoderaban de las vacas, mismas que sacrificaban para dar de comer a toda la tropa, sin pagar nada a cambio por ellas y por último capturaban los caballos que sus dueños tenían en los corrales para renovar las cansadas cabalgaduras que los hombres armados traían por las largas caminatas que realizaban en su movimiento armado.
Ante esta inevitable situación, muchos pobladores de esa comunidad, se vieron obligados a abandonar sus hogares. Unos lo hicieron temporalmente, los que creyeron que el movimiento revolucionario en algún momento llegaría a su fin; sin embargo algunas de esas familias ya no regresaron para seguir viviendo en ese tranquilo pueblo de El Playón. Unas se fueron a vivir a Mazatlán, La Paz, y Santa Rosalía, a este último destino, se dice que los hombres de El Playón llegaron para contratarse como barreteros en las minas de cobre. Los que tenían mejor nivel económico de plano emigraron al vecino país del norte después de vender algunas de sus propiedades, como fue el caso de don Felipe Montoya quien viviendo en Yuma, Arizona, dio asilo en su casa al general Macario Gaxiola en el año de 1915, cuando éste tuvo que exiliarse en aquel país para escapar del acoso de las fuerzas armadas de Venustiano Carranza, por considerásele parte de las huestes del general Francisco Villa.
Don Pablo Montoya era otro jefe de familia que tuvo que abandonar esa misma ranchería. Era un pequeño comerciante, de los pocos afortunados de El Playón en poseer una canoa de madera, la que había adquirido años atrás como pago de indemnización por haber trabajado algunos años con el naviero don Buenaventura Casal, allá en el puerto de la Playa Colorada.
Con “La Pirata”, como así se le llamaba a dicha canoa, don Pablo se hizo a la mar con su familia, navegando a la vela por la bahía Santa María, tomando como destino la isla de “La Garrapata”. Esa isla sería un lugar seguro para él y su familia, puesto que difícilmente llegarían los revolucionarios hasta ahí. Una vez establecido en dicho lugar, Pablo se dedicó a la crianza de ganado, actividad que también conocía, además de la del comercio.
Durante esa estancia, tuvo como vecinas a dos grandes embarcaciones de origen estadounidense, las cuales se hallaban fondeadas en un canal profundo que se localizaba entre la isla Tachichilte y la isla Saliaca. La presencia de dichas naves en ese lugar se debía a que año con año acudían para comprar el garbanzo que se producía en esta región, mucho antes de que estallara el movimiento revolucionario. El tiempo que duraban fondeadas ahí, era lo que duraba la cosecha, a decir de algunos descendientes de aquellos pequeños agricultores, que oscilaba entre dos y tres meses.
El barco más grande, con una capacidad para almacenar hasta 15 mil costales llenos de semilla con 100 kilos cada uno, se llamaba “Dry Dólar”. “Oregon”, el de menor calado, sólo tenía capacidad para 5 mil costales.
El que recibía la semilla directamente de los productores, era el buque mas grande, que hacia las funciones de nodriza por su gran calado, pues poseía como equipamiento una draga para hacer las maniobras de carga y descarga. Los costales de semilla los recibía a través de las canoas que salían cargadas de un lugar cercano al Playón, pero que estaba junto al mar, al que llamaban “El Ostional“. Una vez que recibía de las canoas 5 mil costales, se los pasaba al Oregon, para que los llevara al puerto de San Francisco. De esa manera, mientras el barco nodriza se mantenía anclado el tiempo que duraban los productores cosechando, el barco pequeño realizaba tres viajes a San Francisco. Sólo al terminar la zafra, los dos buques se iban cargados, para volver hasta el año siguiente.
Don Pablo, desde la isla donde vivía, podía observar toda la actividad que realizaban aquellos barcos cuando llegaban las canoas a entregarles el garbanzo, lo que ocurría todos los días después de las diez de la mañana. Un día quiso cumplirse el deseo de ver de cerca esas actividades, y terminando de ordeñar las vacas, desayunó apresurado y tomando los remos se subió a su canoa y partió hacia el lugar donde se encontraban dichas embarcaciones. Lo que más le impresionó fue cuando el inmenso brazo mecánico de la grúa que tenia estacionaria el barco nodriza, de un solo tirón y con la mano de un solo hombre, levantó en cuestión de minutos toda la carga que traía una canoa. Nada parecido al tiempo y esfuerzo que dos hombres requerían para controlar la yunta de bueyes y cargar la carreta con costales, lo que se llevaba casi dos horas.
Muchos fueron los días que Pablo disfrutó acudiendo al mismo lugar para observar lo que ocurría en aquel lugar tan desolado, pero ninguno como aquél en que el capitán del barco más grande, haciendo uso de un mal español, le pidió que subiera al barco, tirándole una escalerilla, para mostrarle después todas las instalaciones que tenía aquel poderoso navío. Hasta que conoció por dentro todo el barco, Pablo se pudo dar cuenta de la verdadera magnitud de esa maravillosa nave, que nada tenía qué ver con las que él había ayudado a cargar allá en la Playa Colorada, como “El Cataluña”, “El Alfonso” y “El Montserrat”, pequeños barcos de cabotaje del señor Jesús Castro.
Uno de tantos días el capitán le preguntó si deseaba jugar a la baraja. El impresionado visitante no esperaba tal invitación y, muy emocionado, le dijo que sí. Jugaron un par de horas, el idioma distinto no fue obstáculo para que se diera entre ambos una buena “química”. En el transcurso del juego el capitán le brindó unos panes blancos untados con crema de cacahuate, los cuales empujaron con unas copas de vino tinto. Pablo pensaba para sus adentros mientras pasaba aquel rico manjar, que su paladar nunca había probado algo tan exquisito. Aquel primer encuentro entre el capitán del “Dry Dólar” y Pablo Montoya, fue el nacimiento de una buena amistad, pues el norteamericano le pidió al hombre de la canoa que lo esperaría todos los días para jugar a las cartas. A las puras diez de la mañana llegaba don Pablo al barco y el capitán ya lo esperaba para tirarle la escalerilla, demostrando que era un gran aficionado a las cartas.
Pablo jamás olvidaría aquel día cuando, al llegar al barco, al capitán se le miraba muy desesperado, hacía señas, caminaba de un lado para otro y gritaba algo que no lograba escuchar por la distancia que aun los separaba. Desde luego que Pablo no comprendía qué le estaba sucediendo al capitán. En cuanto Pablo se acercó al buque su amigo, tendiéndole la escalerilla, también le tendió la mano para que subiera mas rápidamente, diciéndole inmediatamente: “Montoya, Montoya, yo tener una gran noticia para ti; recibir la inalámbrica desde mi país, decir que hoy tu general Porfirio Díaz, morir en Paris, Francia”. Pablo se olvidó de las cartas, del rico pan con crema de cacahuate y el vino tinto y, castigando a su paladar y a su vicioso anfitrión, de un salto abordó su canoa, tomando los remos se enrumbó, no para la isla donde ahora vivía sino para el Playón para contarle a toda su gente la impresionante noticia.
Cuando Pablo llegó al Playón, se fue directamente a la cantina de don Cristóbal Castro, la más concurrida de ese lugar, agarrando aire aventó las dos hojas de madera que servían como puertas a dicho establecimiento, gritando a la vez: “hombres, hombres, les traigo una gran noticia, el capitán del Dry Dólar me acaba de decir que recibió la inalámbrica de su país donde le avisan que se acaba de morir don Porfirio Díaz”. A los comensales ahí reunidos no les impresionó dicha noticia, siguieron bebiendo y jugando a las cartas, sólo un bebedor que estaba al fondo del establecimiento, ya entrado en copas le gritó desde allá: “Oye Pablo, te vio la cara de tonto ese pinche gringo; cómo crees que van a saber tan pronto, si su país está muy lejos”. Pablo abandonó el establecimiento muy cabizbajo, diciéndose que de nada había servido venir a la vela de tan lejos para que no le hubiesen creído, se maldijo para sí mismo.
Siete días después de que Pablo llevara la noticia a la cantina de don Cristóbal Castro aquel día 2 de julio de 1915, al pueblo del Playón llegó un vendedor de periódico (un tabloide de 4 páginas) en cuya nota principal anunciaba la muerte del general Porfirio Díaz, coincidiendo con la fecha en que Pablo recibió la información de ese deceso.
*Sociedad General de Escritores de la Región del Évora.