Por Iván Escoto Mora*
Este año son festejados en México los segundos centenarios de la lucha independentista. Se puede decir que el siglo XIX trajo consigo aires de libertad, las naciones dominadas en el “Nuevo continente”, casi a voz sincrónica, se emanciparon del yugo ultramarino.
Bolivia inicia sus gestas independentistas hacia el año de 1809. Con la revolución de mayo de 1810, es depuesto en Argentina el último virrey español. José de San Martín, dos veces prócer, contribuyó de manera decisiva a la liberación del pueblo chileno y luego de vencer a los realistas en la batalla de Chacabuco del 12 de febrero de 1817, en julio de 1821 proclamó la independencia del Perú. Estas convergencias históricas permiten reflexionar sobre la identidad del pueblo latinoamericano, su existencia común, su ser universal.
¿Qué es lo que determina la existencia?, ¿qué es lo que perfila sus condiciones? Varias respuestas podrían apurarse a semejantes interrogantes pero, en ningún caso parecen tener sentido si se piensa en el hombre como unidad, como conjunto orgánico, implicado, imbricado de manera indisoluble. Octavio Paz señala en torno a la unidad del ser que: “Un mismo ritmo nos mueve, un mismo silencio nos rodea” (El arco y la lira 1967).
Un hombre es “todos los hombres”, no hay divisiones ni clases, no existen segmentos ni gradaciones, todos somos lo mismo, los mismos huesos, la misma piel, la misma humanidad; nuestros desgarros son los mismos, nuestra miseria es una. Negar la existencia del otro, es cancelar la existencia propia.
¿De dónde surgen las diferencias?, ¿cómo se puede sostener la indiferencia en la naturaleza humana? Interrogantes abiertas. Lo humano implica unidad, extinción de lo ajeno en un ser que es siempre relación y búsqueda de sentido en el otro.
El monopolio de la riqueza se ha ejercido en sentido uniforme, acumular bienes y anular mentes. El hombre es reducido al papel de engrane: con función robótica produce, inducido por la obsesión, consume. El ser enajenado no piensa en sí ni en el otro, es ausencia de conciencia. Sustraído de su voluntad, ya no es en sí ni es reconocimiento en el otro, es un irrevocable no estar, no pertenecer, es vaciedad.
Ser es reconocerse en el otro; por ello, la historia del hombre es la historia de sus relaciones. En la destrucción de la idea de unidad, se diluye toda posibilidad de existir. El ser confinado a estar incompleto evanece hasta extinguirse.
Juan Gelman retrata los dolores de “El expulsado” que reclama y se reclama: “me echaron de palacio/ no me importó/ me desterraron de mi tierra/ caminé por la tierra// me deportaron de mi lengua/ ella me acompañó/ me apartaste de vos/ y se me apagaron los huesos/ me abrasan llamas vivas/ estoy expulsado de mí”. Expulsado de su complemento en lo otro, el ser deja de existir, queda amputado de su humanidad y de sí mismo.
Al estar conscientes de su ser complementario, los individuos son más que entes aislados, se convierten en sujetos universales. La consciencia de colectividad tiene por consecuencia la aprehensión de la existencia, la universalidad en la individualidad.
En el escenario de la conciencia, lo propio se enajena y lo ajeno se apropia; el “yo” se funde en el “otro”. El ser del hombre, como individualidad, no es independiente de la universalidad de lo ajeno que limita al individuo y lo implica. La conciencia de lo ajeno es saber que el mundo está ahí, con su multiplicidad, reconociéndonos, involucrándonos.
América Latina es un mosaico de modos: lingüísticos, religiosos, gastronómicos, costumbristas, económicos, etc. Pero aún dentro de su apariencia disímbola, se conservan contenidos iguales. Apreciar la unidad del pueblo latinoamericano, es reconocerse su diversidad, asumirla como propia. En la defensa de la identidad universal, se halla el germen de la libertad, la posibilidad de ser independientes como conciencia colectiva.
*Licenciado en derecho y filosofía y letras. Docente en el Instituto Politécnico Nacional.