El verano calaba aquella noche de trajín intenso en el Hospital General de Zona No. 1 de Culiacán, Sinaloa, las ambulancia no dejaban de aullar y la gente se arremolinaba en el puesto de control buscando ser consultado por los médicos de guardia. La sala de urgencias estaba repleta de dolientes, estaba verdaderamente saturado. El movimiento de las enfermeras y de los recidentes no cesaba, no había descanso para nadie. En esa vorágine de acontecimientos se presenta de repente ante mí un hombre de mediana estatura, complexión regular, de tez blanca, pelo negro, vestido en hábitos de sacerdote y en su mano derecha portaba un maletín que en algún tiempo fue negro, pero hoy por su uso se percibían abundantes zonas denudadas. Sin ambages me preguntó sobre el estado de salud que aguardaban los pacientes que estaban encamados en esos momentos.
Dudé en darle la información que me pedía, no es costumbra informar el estado general que tienen los pacientes a una persona que no sea familiar directo y con recelos le pregunté el motivo de su presencia en la sala, respondiéndome yo soy el padre Héctor Orozco y asisto enfermos en su lecho de dolor. Me percaté de su misión y le di los números de las camas donde estaban los más graves, pronto se encaminó hacia el interior de los cubículos y uno a uno fue visitando a los enfermos a los cuales los invitaba a orar, los confesaba y al final les colocaba en una de sus muñecas un escapulario que sacaba de su maleta vieja. Así uno a uno de los enfermos era confortado por el sacerdote, horas después que terminó con su encomienda se dirigió al servicio de terapia intensiva y de ahí a cada uno de los pisos con el mismo fin, para que a altas horas de la madrugada abandonar el hospital y dirigir sus pasos a otro y a otro sin dormir.
Después la sotana blanca y solapa púrpura se me hicieron familiares, cuando llegaba inmediatamente le proporcionaba la localización de los enfermos graves y raudo pasaba a la oración con cada uno de ellos, me percataba de ello por la presencia del escapulario que rodeaba una de sus muñecas de cada uno de los que visitaba.
En ocasiones no le era posible pasar hasta al lecho del paciente, sobre todo en la zona de aislados o de terapia intensiva y se hacía necesario atenderlos de alguna manera o bautizarlos, por lo que después de pronunciar sus prolongadas letanías tomaba agua del grifo con una jeringa, la bendecía y enseguida rociaba a los infantes o a los pacientes graves desde lejos con este dispositivo, de aquí el mote de “El padre jeringas”.
Desde principios de los años ochentas del siglo pasado, lo he visto caminar o trasladarse de hospital en hospital de esta ciudad llevando al límite de su capacidad física para cumplir con su apostolado: salvar almas para que gocen de la vida eterna. Ya que el que muera sin confesión será enviada al lago del fuego eterno. Hoy ya no deslumbra a Culiacán el vestido blanco de la Lupita la novia, pero ahora nos ilumina el blanco de la sotana del padre.
Con el hecho de observar una conducta estereotipada te hace diferente a los demás, ahora con un objetivo que a todas luces es aceptado por la comunidad; el asistir enfermos para darles la última unción se ha creado una leyenda urbana en torno al la figura del padre Orozco. Hoy la gente dice que es un santo, que es un enviado de Dios.
Le adjudican dones, mismos que él no desmiente sino que, según le son dados por Dios para beneplácito de su pueblo, así vemos que se dice que tiene el don de la sanación y el de la bilocación. Ante el primero se mueven muchos testimonios de que sana a través de la oración. Aquí uno de ellos: don Fernando Valenzuela, homónimo del gran lanzador sonorense de los Dodgers de Los Ángeles y vecino mío en la colonia Rosales, había soportado una enfermedad pulmonar crónica desde hacía muchos años, por lo que con frecuencia estaba en el servicio de urgencias de dicho nosocomio. Una de las tantas noches que se internó con gran dificultad para llenar sus pulmones de oxígeno, se le presentó el padre jeringas a cumplir con su cometido, al verlo llegar don Fernando y de tomarle la mano para invitarlo a rezar, a pedirle al altísimo por su pronta curación, le produjo emociones encontradas, pensó que estaba en artículo de muerte, por lo que le retiró la mano al padre y se incorporó de una manera violenta de la cama, enseguida pidió que se retirara del lugar y que le desconectaran del brazo los sueros. Dijo que si había de morirse que sería en su casa. Se dio de alta voluntaria y abandonó el servicio, después se ufanaba diciendo “me sanó el padrecito”, efectivamente ya no necesitó ser llevado al IMSS a internarse por un ataque de asma.
El otro don, el de la bilocación es traído y llevado, dicen muchos que se le ve en el Pediátrico y en el ISSSTE a la misma hora y, cuando se le pregunta si en verdad es cierto, contesta con evasivas, “dice la gente que me ve en dos lugares a la vez”. Ante lo ambiguo de sus respuestas da pie a que la gente saque sus conclusiones. Estas situaciones y lo humano de su apostolado han creado otra leyenda urbana como la Lupita la novia de Culiacán, Jesús Malverde y ahora contamos en esta ciudad con la de don Héctor Orozco “El padre jeringas”.
*Docente. Facultad de Medicina U.A.S.
Sólo Dios es omnipresente, sólo El puede estar en todos lados, este sacerdote es un hombre y no predecesora en 2 lugares a la misma vez, y para librarse del fuego eterno deben confesar a Jesucristo como su único y suficiente Salvador, no es confesados con el cura….lean las Santas Escrituras para,que no hagan lo que les dicen si no lo que aprendan…..Dios les bendiga……Cristo les ama