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El Padre Jeringas

Por domingo 19 de septiembre de 2010 Un comentario

Por Nicolás Avilés González*

El verano calaba aquella noche de trajín intenso en el Hospital Ge­neral de Zona No. 1 de Culiacán, Sinaloa, las ambulancia no dejaban de aullar y la gente se arremolinaba en el puesto de control buscando ser consul­tado por los médicos de guardia. La sala de urgencias estaba repleta de dolientes, estaba verdadera­mente saturado. El movimiento de las enfermeras y de los recidentes no cesa­ba, no había des­canso para nadie. En esa vorágine de acontecimien­tos se presenta de repente ante mí un hombre de mediana estatu­ra, complexión regular, de tez blanca, pelo negro, vestido en hábitos de sacerdote y en su mano derecha por­taba un maletín que en algún tiempo fue negro, pero hoy por su uso se perci­bían abundantes zonas denudadas. Sin ambages me preguntó sobre el estado de salud que aguardaban los pacientes que estaban encamados en esos mo­mentos.

Dudé en darle la información que me pedía, no es costumbra informar el es­tado general que tienen los pacientes a una persona que no sea familiar directo y con recelos le pregunté el motivo de su presencia en la sala, respondiéndome yo soy el padre Héctor Orozco y asisto en­fermos en su lecho de dolor. Me percaté de su misión y le di los números de las camas donde estaban los más graves, pronto se encaminó hacia el interior de los cubículos y uno a uno fue visitando a los enfermos a los cuales los invitaba a orar, los confesaba y al final les colocaba en una de sus muñecas un escapulario que sacaba de su maleta vieja. Así uno a uno de los enfermos era confortado por el sacerdote, horas después que terminó con su encomienda se dirigió al servicio de terapia intensiva y de ahí a cada uno de los pisos con el mismo fin, para que a altas horas de la madrugada abandonar el hospital y dirigir sus pasos a otro y a otro sin dormir.

Después la sotana blanca y sola­pa púrpura se me hicieron familiares, cuando llegaba inmediatamente le pro­porcionaba la localización de los enfer­mos graves y raudo pasaba a la oración con cada uno de ellos, me percataba de ello por la presencia del escapulario que rodeaba una de sus muñecas de cada uno de los que visitaba.

En ocasiones no le era posible pasar hasta al lecho del paciente, sobre todo en la zona de aislados o de terapia inten­siva y se hacía necesario atenderlos de alguna manera o bautizarlos, por lo que después de pronunciar sus prolongadas letanías tomaba agua del grifo con una jeringa, la bendecía y enseguida rocia­ba a los infantes o a los pacientes gra­ves desde lejos con este dispositivo, de aquí el mote de “El padre jeringas”.

Desde principios de los años ochen­tas del siglo pasado, lo he visto caminar o trasladarse de hospital en hospital de esta ciudad llevando al límite de su ca­pacidad física para cumplir con su apos­tolado: salvar almas para que gocen de la vida eterna. Ya que el que muera sin confesión será enviada al lago del fuego eterno. Hoy ya no deslumbra a Culiacán el vestido blanco de la Lupita la novia, pero ahora nos ilumina el blanco de la sotana del padre.

Con el hecho de observar una con­ducta estereotipada te hace diferente a los demás, ahora con un objetivo que a todas luces es aceptado por la comu­nidad; el asistir enfermos para darles la última unción se ha creado una leyenda urbana en torno al la figura del padre Orozco. Hoy la gente dice que es un santo, que es un enviado de Dios.

Le adjudican dones, mismos que él no desmiente sino que, según le son dados por Dios para beneplácito de su pueblo, así vemos que se dice que tiene el don de la sanación y el de la biloca­ción. Ante el primero se mueven mu­chos testimonios de que sana a través de la oración. Aquí uno de ellos: don Fer­nando Valenzuela, homónimo del gran lanzador sonorense de los Dodgers de Los Ángeles y vecino mío en la colonia Rosales, había soportado una enfermedad pul­monar crónica desde hacía mu­chos años, por lo que con frecuencia estaba en el servi­cio de urgencias de dicho nosocomio. Una de las tantas noches que se inter­nó con gran dificul­tad para llenar sus pulmones de oxígeno, se le presentó el padre jeringas a cumplir con su cometido, al verlo llegar don Fernando y de tomarle la mano para invitarlo a re­zar, a pedirle al altísimo por su pronta curación, le produjo emociones encon­tradas, pensó que estaba en artículo de muerte, por lo que le retiró la mano al padre y se incorporó de una manera violenta de la cama, enseguida pidió que se retirara del lugar y que le desco­nectaran del brazo los sueros. Dijo que si había de morirse que sería en su casa. Se dio de alta voluntaria y abandonó el servicio, después se ufanaba diciendo “me sanó el padrecito”, efectivamente ya no necesitó ser llevado al IMSS a in­ternarse por un ataque de asma.

El otro don, el de la bilocación es traí­do y llevado, dicen muchos que se le ve en el Pediátrico y en el ISSSTE a la mis­ma hora y, cuando se le pregunta si en verdad es cierto, contesta con evasivas, “dice la gente que me ve en dos lugares a la vez”. Ante lo ambiguo de sus res­puestas da pie a que la gente saque sus conclusiones. Estas situaciones y lo hu­mano de su apostolado han creado otra leyenda urbana como la Lupita la novia de Culiacán, Jesús Malverde y ahora contamos en esta ciudad con la de don Héctor Orozco “El padre jeringas”.

*Docente. Facultad de Medicina U.A.S.

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Un Comentario

  • Selene dice:

    Sólo Dios es omnipresente, sólo El puede estar en todos lados, este sacerdote es un hombre y no predecesora en 2 lugares a la misma vez, y para librarse del fuego eterno deben confesar a Jesucristo como su único y suficiente Salvador, no es confesados con el cura….lean las Santas Escrituras para,que no hagan lo que les dicen si no lo que aprendan…..Dios les bendiga……Cristo les ama

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