Por Francisco René Bojórquez Camacho*
He intentado recordar el día en que conocí a Arturo Avendaño Gutiérrez cronista de la ciudad de Guamúchil, ciudad situada en el municipio de Salvador Alvarado, Sinaloa, México, pero no puedo precisar ese momento en que nos vimos por primera vez. Eso sí, puedo rememorar un cuadro en el que puedo ver con mucha nitidez, cuando ya estábamos charlando en la “esquina caliente” como se le conoce a la negociación de pinturas ubicada entre 22 de Diciembre y Agustina Ramírez. Voy a tratar de hacer una descripción del preciso instante en el cual nos encontramos; él con sus manos puestas sobre el teclado de una máquina de escribir y a su lado se apilaban libros y revistas que consultaba para darle cuerpo a un texto que vaciaba a su viejo artefacto. En esos momentos comprendí que estaba ante el ojo de agua de donde emanaba un verdadero manantial literario de lo que sería la revista Brechas; enmudecido revisé el escenario con detenimiento y pronto llegué a la conclusión de que la tarea abrazada por Arturo tenía tintes epopéyicos. Fue un descubrimiento que me sorprendió sobremanera: ¡la revista salía a la luz por el tesón de una sola persona! Esto resulta extraordinario, dado el exiguo ambiente cultural prevaleciente en esta zona geográfica del estado de Sinaloa. En una retrospectiva de revisión de la vida de las revistas culturales en Sinaloa, nos podemos dar cuenta que más tardan en aparecer que entrar a una fase de agonía mortal. Me percaté que esto no había sucedido con Brechas, a pesar de una infinidad de obstáculos que su protector tenía que vencer hasta no tener entre sus manos un nuevo “alumbramiento”. Observé el rostro quieto y sereno de Avendaño; y allá, detrás de los vidrios redondos de sus lentes se podía descubrir una mirada que denotaba una inmensa sabiduría. Al hablar pausadamente, sus palabras eran certeras, claras y muy limpias, más aún, cuando el giro de la conversación tomara un cauce por la historia o por la crónica ya que éstas líneas representan para él un gran interés. Recuerdo que en esa ocasión de nuestro primer encuentro, la charla tomó repentinamente por una brecha que a mí me encantaba sobremanera; las palabras que estaban entrando en total desuso. Le comenté un proyecto que estaba desarrollando en relación con las voces que desaparecen o de aquellas que están entrando en un desuso repentino de nuestro repertorio regional. Él mostró especial interés dándome a conocer una infinidad de palabras que ya no tienen acogida en nuestro hablar diario; recuerdo que me dijo; “puedo estar seguro que no has oído la palabra que a continuación te voy a decir; ‘Chapalote’.” En realidad era para mí una palabra muy rara y que no la había escuchado, inicialmente pensé en descifrarla con algo relacionado con “el acto de golpear con la pierna y el pie el agua al momento de nadar”, pero la definió como una variedad de semilla de maíz de color café casi extinta, usada preferentemente para tostarlo y molerlo para convertirlo en pinole. La mazorca es más pequeña, así como el grano. Generalmente, las personas en la región serrana de Mocorito y Sinaloa de Leyva, sembraban un par de surcos en la parcela donde cultivaban el maíz tradicional con la finalidad de tener una reserva para degustar el apreciado atole.
Empezamos a intercambiar palabras y su significado dado en este contexto regional; nos reímos y nos asombramos de la riqueza lingüística que poseemos y que no nos habíamos percatado de ello. Estalegüi (ánimo caído), cunchi (más corto que otro), horrar (malparir de un animal), irmar (embonar) majagua (corteza de árbol), puyeque (becerro corriente), anarcar (levantar el brazo para lanzar un objeto de tal forma que se forma una especie de arco). En esa primera sesión de enseñanza, comprendí que estaba enfrente de una gran persona de la que se puede aprender muchas cosas del pasado. Su enorme capacidad para rememorar los hechos, recordar personajes y sobre todo, estar siempre dispuesto a compartir lo que sabe.
*Sociedad General de Escritores de la Región del Évora