Por Juan Cervera Sanchís*
El haikú, breve forma poética, nacida en el Japón y compuesta por tres versos, uno de siete sílabas entre dos de cinco, entra en la lengua castellana gracias a un poeta mexicano: José Juan Tablada. Aunque hay que decir que él rara vez respetó la estructura clásica de la composición japonesa en sus diecisiete sílabas.
Esto aparte, los breves poemas de Tablada, son en sí “esa flor del aire” que es en su esencia el haikú. Microuniversos radiantes y capaces de vivir el milagro infinito, por finito, del maravilloso instante cual el instante en sí fuese una hipnótica eternidad.
Instantáneas perpetuas y paradójicas son los haikúes, que Tablada denominó en nuestra lengua como haikáis.
¿Pero quienes fueron tras él los primeros en seguirle hasta conseguir su feliz difusión en el ámbito de nuestra castellana lengua?
Los primeros haikúes o haikáis de Tablada aparecen el año de 1919 en que publica “Un día”. Al siguiente año da a la imprenta “El Jarro de Flores”. Aquellas dos miniaturas de libros, realmente preciosos, cautivan a numerosos lectores y alcanzan un éxito literario sin precedentes. Tablada define aquellos brevísimos poemas bajo esta concepción del arte: “ARTE: con tu áureo alfiler,/ las mariposas del instante/ quise clavar en la pared”. Y clavados quedaron para siempre en la memoria de sus lectores instantes como estos: “Pavo real, largo fulgor,/ por el gallinero demócrata/ pasas como una procesión…” O este otro: “Día lluvioso:/ cada flor es un vaso/ lacrimotorio”. Y el inolvidable retrato a todo color de la jugosa y fresca sandía: “De verano, roja y fría/ carcajada,/ rebanada de sandía.”
Los haikúes, o haikús, como los llamamos ahora, difícilmente serán superados.
Sí, aquellos haikús, animaron de inmediato a muchos otros a su delicado cultivo. Así pues, Rafael Lorenzo, también mexicano, publica en 1921 su libro “La Alondra Encandalida” donde hallamos primicias como esta: “Geisa: Sale de su kimona/ como de su capullo/ la mariposa” Sí, kimona, que no kimono. Al año siguiente. 1922, José Rubén Romero, el creador del legendario Pito Pérez incursiona en el haikú y con un pequeño poemario titulado “Tacámbaro”. Ahí hallamos perlas como estas: “Día de oro./ La reata cierra su interrogación/ en los cuernos del toro”.
En 1923, Francisco Monterde imprime su “Itinerario contemplativo”, donde nos deleita con hallazgos poéticos como este: “Cúpula colonial:/ Sobre la barda parroquial,/ madura un limón real”. En 1929 Raúl Ortiz Ávila, otro mexicano amante del haikú, publica “El poeta alucinado” y nos habla de los grillos de esta manera: “¿A qué sacarán punta, en la noche,/ con su piedrecita de afilar?” A su vez que define el éxtasis así: “En el cielo, una estrella/ se duerme como trompo”. Ortiz Ávila hoy es un desconocido para esos pocos y raros seres humanos que siguen gozando con la lectura de los libros de poesía, pues su bello libro no se ha vuelto a imprimir y es un verdadero milagro poderlo conseguir, aunque de repente es posible encontrarlo en alguna librería de viejo.
Otro pionero del haikú en México fue Agustín Haro y Tamariz quien recoge su producción dispersa en 1938 bajo el título de “Rocío”. En las páginas de este encantador librito hallamos esta definición del zapote prieto: “Me hace pensar el zapote,/ que estoy comiendo, de día/ y a pedacitos la noche”.
En 1939, José Villalobos Ortiz, publica “Amor”. Ahí, franciscanamente, nos encontramos con esta sugestiva estampa del burro del aguador: “Ve el agua azul del pozo,/ piensa resignado,/ que va el cielo en su lomo”.
Armando Duvalier, el poeta chiapaneco del que guardamos un entrañable recuerdo, cantor él de la negritud, en 1943 publicaría su libro “Tibor”, del que tomamos como muestra de su impecable maestría aquel famoso haikú suyo que expresa: “Cuando el crepúsculo vino/ a México, se compró/ un sarape de Saltillo.”
En 1944, Emilio Uribe Romo en “Jacaranda”, define al Papalote; “Carta que sube/ del ensueño del niño/ hacia la nube”.
En 1946 Juan Porras Sánchez en “Pajaritos de Yerba” Retrata a los chichicuilotes: “Corren los popotales/ llevando pajaritos/ inválidos, de viaje…”
Elías Nandino, a más del soneto y la décima, cultivaría también, y con igual maestría, el haikú y, en 1946, publica “Líneas de Poesía” donde nos regala, joyas como estas: “La caña de azúcar,/ con sólo mirarla,/ ya nos endulza.”
Ese mismo año Josefina Esparza Soriano publica “Cauce” en Puebla de los Ángeles y nos regala ahí este delicado haikú titulado “Gatito”, que es en sí una caricia: “El niño quiere/ esa bolsita llena/ de canitas verdes”.
Y así continuarán otros muchos cultivadores del haikú en México, donde maestros como Arturo González Cosío mantienen la altura y la excelencia del mismo en libros como “Piedra Franca”, editado por el Fondo de Cultura Económica.