Por Faustino López Osuna*
Universalizada por El Pequeño Larousse ilustrado, este famoso diccionario francés con sus 230 mil acepciones y 5200 ilustraciones, consigna en la página 1519 de su edición de 1995: PONIATOWSKA (Elena), escritora y periodista, nació en París (Francia) en 1933 y reside en México desde 1942. Son célebres sus entrevistas con grandes personalidades y es autora de La noche de Tlatelolco, Hasta no verte Jesús mío y de poesías.
En una sintetizada biografía sobre ella, la revista Nexos, corrigiendo al Larousse, señala que nació en 1932. De acuerdo a este dato, en el presente 2010 Elena Poniatowska está cumpliendo, intensamente, 78 productivos años de vida, para bien de la cultura de México, pues a la fecha ha escrito 31 libros, como sus cuentos de Lilus Kikus (1954), Hasta no verte Jesús mío (1969), La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral (1971), Fuerte es el silencio (1980), ¡Ay vida, no me mereces! (1985), Nada, nadie. Las voces del temblor (1988), Tinísima (1992), La piel del cielo (2001) y Jardín de Francia (2008), por citar algunos.
Mi generación fue privilegiada con autores prolíficos y de espléndida literatura, como ella, identificados y solidarios, además, con nuestras inquietudes estudiantiles. Y aunque me sentía agradecido con la autora de Amanecer en el Zócalo (2007) por las entrevistas que realizó secretamente de mi hermano Florencio y los líderes del Movimiento Estudiantil de 1968 en Lecumberri y que publicó en su clásico La noche de Tlatelolco, no fue sino hasta el siguiente año después de la muerte de él ocurrida en 2001, que la busqué para entregarle una desconocida carta que por aquellos aciagos días le envió Florencio a mi padre desde la cárcel.
Así fue como conocí personalmente a Elena Poniatowska, recibiéndome durante varios días en su casa particular para que le platicara sobre mis padres, la vida en Aguacaliente de Gárate y anécdotas de la infancia de mi hermano. Sentada en un cómodo sillón antiguo en su estudio, frente al balcón, me pidió que yo le leyera la misiva. Al terminarla, me dijo que tenía cosas rescatables y que escribiría sobre la misma para La Jornada, cosa que hizo en dos entregas.
Elena me transmitió su pesar por la suerte que había corrido Florencio. “Fue el más joven y uno de los líderes más limpios del Comité Nacional de Huelga”, me dijo. Y agregó: “No se merecía esa muerte que tuvo”. Como eran días de lluvia en la ciudad, al atardecer la opaca luz de la calle parecía llegar con todo y penumbra hasta el pequeño estudio de la anfitriona. En una de las largas pláticas, Elena, extraordinariamente sensible, convocó el pasado y me platicó algunas vivencias sobre los estudiantes politécnicos y universitarios detenidos. “Tu hermano era muy guapo. Recuerdo que cuando íbamos al Palacio Negro a verlos Margarita Bauche y yo, sabiendo que toda su familia estaba en Sinaloa, nos apuntábamos con él porque era el que tenía menos visitas en la lista. Dábamos nombres falsos. En una ocasión se me olvidó el nombre con el que había entrado y, a la salida, ahí te quiero ver. Margarita me urgía, angustiada: “¡Acuérdate!” Hasta que lo recordé”.
En torno a las fotografías publicadas por Proceso, me comentó que algunas de las incluidas en La noche de Tlatelolco, se habían salvado de que las requisaran agentes gubernamentales que se presentaron en las redacciones de los diarios capitalinos, gracias a que los compañeros fotógrafos habían cambiado los rollos de las cámaras y los que buscaban de la masacre en Tlatelolco los habían arrojado a tiempo a los cestos de basura.
Elena Poniatowska nació en París, hija de una mexicana, Paula Amor Escandón, y un noble polaco, Jean Poniatowski. El estallido de la Segunda Guerra Mundial hizo que su madre tomara una decisión que cambió para siempre sus vidas. Madre e hija partieron para México mientras que su padre luchaba con el Ejército francés y participaba en el desembarco de Normandía. La guerra los separó durante cinco años. Desde 1942 radica en México. Conservó su nacionalidad francesa hasta que se casó y se nacionalizó mexicana. Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores, de 1957 a 1958, e ingresó al Sistema Nacional de Creadores Artísticos, como creador emérito, en 1994.
Poniatowska ha sido galardonada con una multitud de premios, entre los que destacan cinco doctorados honoris causa nacionales: de la Universidad Autónoma de Sinaloa (1979), de la Universidad Autónoma del Estado de México (1980), de la Universidad Autónoma Metropolitana (2000), de la Universidad Nacional Autónoma de México (2001) y de la Universidad Autónoma de Puebla (2002), y tres internacionales: de la New School of Social Research de Nueva York (1994), de la Florida Atlantic University (1995) y del Manhattanville Collage en Nueva York (2001).
Igualmente, la autora de Querido Diego, te abraza Quiela (1978), tiene acreditados ocho reconocimientos nacionales, entre los que figuran el Premio Nacional de Periodismo por sus entrevistas (1978), siendo la primera mujer que recibió tal distinción; el Premio Mazatlán de Literatura (1992), por Tinísima, y el Premio Alfaguara de Novela (2001), por La piel del cielo. Y cinco reconocimientos más, allende nuestras fronteras: el Premio María Moors Cabot, de la Universidad de Columbia (2004), el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos (2007) por El tren pasa, el Premio Internacional Strachit de Martin (2008), el Premio Nacional de la Asociación de Radio Difusores de Polonia (2008) y el Premio Internacional Fray Domínico Weinzierl (2009).
En el presente mes de agosto, el Congreso del Estado y el jefe del Poder Ejecutivo de Chiapas, hicieron entrega a Elena Poniatowska del Premio Rosario Castellanos, por su importante obra y su brillante trayectoria.
El haber sido denostada Elena Poniatowska por sus ideas políticas por aquellos y aquellas, como diría el clásico, cuyo nivel cultural sólo les alcanza para confundir al Premio Nóbel indio, Rabindranath Tagore, con el señor Rabino, y al también Premio Nóbel portugués, José Saramago, con la señora Sara Mago, obliga a recordar el incidente suscitado en la Universidad de Salamanca, cuando, al terminar Miguel de Unamuno su intervención condenando al fascismo, el militar representante del dictador Francisco Franco en el presidium, golpeando la mesa fuera de sí, lanzó el tenebroso grito: “¡Muera la inteligencia!”
Pero la inteligencia está ahí, encarnada en Elena Poniatowska, pésele lo que le pese a la brutalidad de los brutos.