Por Iván Escoto Mora*
En la ciudad capital, resguardados entre las avenidas Iztaccíhuatl y México, se hallan dos homenajes: la escultura de Albert Einstein diseñada por Tosia Malamud y el Reloj conmemorativo del día de la tierra. Monumentos que recuerdan la hermandad entre los hombres.
A lo largo de la historia México ha recibido a quienes, por decisión propia o huyendo de las furias de la cerrazón, han tenido que abandonar su hogar. Ante el drama de las guerras, nuestro país abrió en múltiples ocasiones sus fronteras para alojar lo mismo españoles, que chilenos, argentinos y otros tantos de tantos lugares que han nutrido con su visita nuestra vida, nuestra cultura, nuestra mirada. La persecución emprendida por el régimen nacional socialista, también trajo el rico cauce de valiosos hombres y mujeres, que hallaron en nuestra casa, una casa propia en la fiereza del exilio.
Antes de los horrores del holocausto, llegó a Veracruz el ingeniero Ferenz Feher y su señora esposa, doña Sarolta Trenschiner, padres de quien años más tarde se convertiría en filósofo, periodista y poeta: Eduardo Luis Feher, nacido en Cacalilao, Veracruz, en el año de 1940.
Profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México, Eduardo Luis Feher ha dedicado buena parte de su obra al análisis de la equidad, la justicia y el respeto, desde diversas perspectivas: sociológicas, históricas y literarias.
En La sombra de Hamán, libro de relatos y reflexiones editado por Praxis, el poeta da cuenta del eterno retorno que ha golpeado con severidad al pueblo judío, aunque debe decirse que en sus páginas, es posible reconocer todos los niveles de la intolerancia, cíclicos, ominosos, obstructores del derecho a existir.
Ante la sombra de aquello que resulta por brutal, incomprensible, Feher subraya la necesidad de tender puentes para zanjar los abismos fanáticos y recuperar el ser compasivo, esencia que en palabras de Milan Kundera significa: “vivir con el otro su desgracia, pero también sentir con él cualquier otro sentimiento: alegría, angustia, felicidad, dolor”.
En Tendiendo puentes, relato de La sombra de Hamán, Eduardo Luis Feher reproduce un diálogo entre dos poetas, el palestino Izat Razawi y el israelí Nathan Jonathan; ambos extirpados de sus familias, sus hijos fueron víctimas del mismo desgarro en distinta trinchera; sin embargo, en medio de duros golpes, tienden puentes.
En la base octagonal del Reloj conmemorativo al día de la tierra, una placa: “Todos podemos hacer de la tierra un lugar de respeto y tolerancia entre los pueblos. En perfecta armonía con la naturaleza, por un mundo libre de guerras. En memoria de las víctimas del primer genocidio del siglo XX. El 24 de abril de 1915, no se olvida”.
La sombra que fotografía una y otra vez Feher, como la que recuerda el reloj armenio, es pesadilla recurrente, azote en espiral, sufrimiento abocardado. Se suman incontables las historias del genocidio, todas innombrables, todas lamentables: la del pueblo judío a lo largo del tiempo, la del chino en Nankín, la del africano en Ruanda, Sierra Leona, Libera, las dictaduras latinoamericanas; campos cundidos orfandad.
En Consultas al rey David, otro de los relatos de Feher, discuten en un tiempo dislocado: Einstein, Weizman, Koestler, Disraeli, Zweig, Borges y Maimónides. Se pregunta el autor: ¿a dónde van sus voces?, ¿a dónde van sus ecos? Llegan a la Ciudad de las ciudades, entre túnicas romanas, solideos y arenas trashumantes. Conversan como el viento sin el peso de los odios. El consejo imaginario habla de libertad, tan natural en el hombre como el afán que se empecina en opacar su brillo. Pero mientras el diálogo no cese, habrá un puente por construir, un camino por recorrer.
Izat Razawi y Nathan Jonathan conversan, ambos con los ojos llorosos, distanciados por la tierra, distintos aunque iguales. Feher escribe en Consultas al rey David: “Yo hiero o mato en el otro lo que yo no puedo ser, yo hiero o mato al otro por mi incapacidad de llegar a ser”. ¿Llegará el día en que reconociendo al otro, nos reconozcamos nosotros mismos? Entre tanto, sólo queda la reflexión, como dice el autor en el relato Lluvia en la Haya: “La filosofía es sinónimo de libertad”. Habrá que recordar, reflexionar, reconocernos como unidad humana para, entonces, ser libres.