Por Juan Cervera Sanchís*
La poesía religiosa en México cuenta con una rica tradición y notabilísimos cultivadores.
Para empezar es preciso recordar que el mejor soneto místico que se ha escrito en la lengua de Santa Teresa fue, precisamente, escrito en México. ¿Cómo olvidar a Miguel de Guevara y su “No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido”? A más de éste recordamos del mismo autor aquellos otros dos sonetos que principian diciendo: “Levántame, Señor, que estoy caído” y “Pensar al hijo en cruz, abierto el seno…”
Hay una gran poesía mística mexicana. Pensamos en Diego José Abad quien cantara “la beldad de Dios”, dado que Dios es suprema belleza.
Del siglo XVII tenemos presente a Diego de Belen aquel varón que “en morir enamorado ardía” y que gustaba de vigilar “la belleza del ocaso” desde su balcón. Inolvidables poetas místicos fueron José Antonio Plancarte (siglo XVIII), cantor del sol él y de los querubines; Juan de Palafox y Mendoza tan encelado con el Amor Divino; Josefina Pérez de García Torres, quien en el siglo XIX exclama y aclama la existencia de Dios desde su “tierna barcarola”.
Harto desconocida, para los lectores de hoy, es esta hermosa y profunda poesía mística y religiosa escrita en México. ¿Quiénes conocen o leen, entre nosotros, a Juan Carlos de Apello Corbulacho, que viviera a finales del siglo XVIII? Fue originalísimo poeta, cantor de la “pureza indemne de Moab”. Envidiable erudito él y varón de elevado pensamiento.
Pienso también en Antonio Delgado y Buenrostro, el autor del soneto del “triunfo parténico”, que lleva este singular epígrafe: “Delos, por patria de Apolo, no se tiñe con mancha impura; y María, por Madre del Divino Sol, no se escurece con la mancha primera”. Así se escribía en México en el siglo XVII. La poesía religiosa, empero, pervive y alienta por encima del tiempo. Ahí están los sonetos a “La Visitación”, de Marcos Aguayo Durán, un poeta de hoy, nacido en 1937, quien escribe versos como estos: “Tu voz se levantó como el perfume/ de los huertos de oriente en primavera.” Y volviendo a los poetas de ayer se nos vienen a la memoria aquellos versos de Salvador Díaz Mirón que dicen: “Mas no esperéis la eternidad. El lodo/ se disuelve en la onda que lo crea;/ Dios y la idea, por distinto modo,/ pueden sólo flotar en la marea/ del objeto del ser. Dios sobre todo,/ y sobre todo lo demás, la idea.” Díaz Mirón, a su modo, juega con la mística poética y filosófica sobrecogido y estremecido por el vivo roce del misterio, presente siempre en la interrogación y en la oración.
Pero volvamos a la tradición poética-religiosa con Alfonso Junco: “¡Dulce Jesús, en tus piedades quieras/ que al menos coma y beba anonadado/ la Vida con que pagas mis azotes”.
Experimentemos el sentimiento de la modernidad mística del ahoguío con Miguel N. Lira: “Gracias también, Señor, porque te siento/ cuando me falta el aire, y ya muriendo,/ me devuelvas la vida con tu aliento”. Noches de insomnio en las que falta la respiración, muy de hoy, estas noches de Lira, poeta que muriera el año de 1961.
El siglo XX fue muy rico en poesía religiosa en México. Ahí están las voces de Emma Godoy, quien cantara: “Cuando rompas el cántaro en la fuente,/ caeré en tu pozo levantando estrellas” y la de Concha Urquiza, que nos revela aquello de: “Como lluvia en el monte desatada/ sus saetas bajaron a mi pecho”. Y junto con ellas recordamos a Joaquín Antonio Peñalosa, gran poeta. Con un soneto suyo queremos concluir este breve y sentido recorrido por los claustros poéticos del alma mística de México. Dice: “Aumentad una losa a mi apellido/ para lo que me queda todavía,/ falta a los huesos, falta su agonía/ hasta que se acostumbre a este nido./ Aquí estoy, mis amigos, soy lo sido,/ niño otra vez, discípulo del día,/ mudo y desnudo en cuna la más mía/ y de la muerte soy recién nacido./Por lo que tengo de alas y querellas/ dejadme en la esperanza que me asiste,/ he de abrir a la jaula una ventana./ Resuelto en polvo ya, pero de estrellas,/ Joaquín Antonio, ayer apenas fuiste/ lo que hoy es cruz en tierra mejicana”.
Quieran los hados y los dados de la caprichosa buena suerte que, las nuevas generaciones de este todavía tan niño siglo XXI, redescubran nuestra poesía religiosa, bellamente intemporal, y no falten novísimos cultivadores de la misma entre nosotros.