Por Óscar Lara Salazar*
Eliseo Quintero Quintero, salió un día junto con los hombres del mineral de Santiago de los Caballeros a reunirse con la revolución que ya se había desbordado por montes y caminos reales, acosado por la injusticia del régimen. Formó parte del cuerpo de aquel regimiento conocido como “Los Carabineros de Santiago”. Alcanzó el grado de mayor, fue diputado local y ocupó la gobernatura del Estado de forma interina. El único badiraguatense que ha llegado a ser gobernador de Sinaloa.
El mayor Quintero, sostuvo que dos fueron las causas que lo empujaron a incorporarse a la lucha armada por derribar al régimen: una, las injusticias de la dictadura, y dos, un pleito directo que sostuvo con el gobierno.
Don Eliseo había estudiado durante algún corto tiempo en el Colegio Civil Rosales en Culiacán, se tuvo que regresar a su pueblo por necesidades familiares y económicas. Al tiempo de reintegrado a su tierra natal, los vecinos le pidieron que aceptara el nombramiento de juez menor y de colector de rentas del estado y municipal del mineral de Santiago de los Caballeros, ya que él, le dijeron “sabía una letra”. Pero con el paso del tiempo se convenció que la hacienda estaba en bancarrota y no le cubrían el mísero suelo acordado. Por otro lado, ya era padre de familia y tenía obligaciones que cumplir.
En 1900 decidió renunciar a tales cargos ante el Supremo Tribunal de Justicia del Estado. Le fue aceptada la dimisión pero a condición de que presentara una terna para la sustitución. Pero en vista de que nadie aceptaba, prosiguió de hecho unos meses más como juez menor de Santiago. Sin embargo, el dio aviso al Tribunal que obligaciones inaplazables le exigían salir a realizar algunos trabajos, con lo que él se creyó desligado de su encargo. Después saldría a recorrer los poblados en la compra de ganado para el abasto.
Toma la palabra el mayor y exgobernador de Sinaloa para relatarnos aquel desencuentro con el gobierno porfirista en Sinaloa:
Apenas me estabilizaba en mi nueva ocupación, cuando me llegó la noticia que, en la jurisdicción de Santiago habían asaltado y dado muerte a un americano de nombre Alejandro, y de apellido sólo se le conocía el de K. Tal noticia me hizo meditar sobre mi deber, si debería actuar en esta diligencia no obstante creerme desvinculado del Ministerio de Justicia, por la razón fundamental de que por años había desempeñado el juzgado menor de Santiago de los Caballeros gratuitamente, y por necesidad económica imperiosa, había salido fuera de mi jurisdicción pero no sin ponerlo en conocimiento del Supremo Tribunal de Justicia; sin embargo, creí de mi deber abocarme a tal diligencia, ya que se trataba de un caso internacional.
Me puse en camino a Santiago, ya ahí el juez que fungía como suplente, que no quiso aceptar ser propietario, en vista de mi ausencia decidió hacerse cargo de las diligencias. Yo actuaba en las oficinas de la sindicatura; ahí estaba el expediente, casi para cerrarlo, cuando en mi domicilio se presentó un gendarme procurando al juez; al responderle, a sus órdenes, me respondió: dice el juez de la instancia que pase para allá: ¿a dónde? –pregunté– está en la sindicatura, me dice. Me puse en marcha y me presenté a sus órdenes.
Él tenía en sus manos el expediente y al terminar de leerlo, me dice: ¿usted practicó esta diligencia? Así es, le respondí. Pero usted no fue al lugar de los hechos… le dije toda la verdad con los motivos que me obligaron a obrar en la forma que lo hice. Se va usted a perjudicar, me dice, le viene un proceso por abandono de empleo. Sin responder a mis palabras, me ordenó, termínelas con el último auto.
Las terminé de inmediato entregándoselas en mano, incluso, las pertenencias que le habían sido recogidas al occiso, con la súplica muy atenta del correspondiente acuse de recibo, que nunca recibí.
Los poderes se desplazan a Santiago
El juez de la instancia, el prefecto político y el agente del ministerio público de Badiraguato, al tener conocimiento extraoficial de los hechos, se desplazaron sobre Santiago de los Caballeros a cumplir con su deber que a sus jerarquías correspondían, y aunque al llegar al término de su misión encontraron solucionado por el alcalde de planta, no obstante para tener derecho a viáticos, resolvieron ir a Bamopa, lugar en donde había sido sepultado el norteamericano, y practicaron su exhumación, aunque las diligencias habían sido recibidas y aprobadas.
A su regreso a Santiago, me ordenó la práctica de unas diligencias del ramo penal por un robo con escalamiento en una casa vecina realizados en los días de su estancia en Santiago, tiempo que dedicaron a tirar cerveza y jugar las cartas. Respondí a su mandato: yo soy simple ciudadano que como tal estoy a sus órdenes, pero oficialmente no soy subordinado, quedé desvinculado del poder judicial desde mi primer dimisión; si en el caso del homicidio del extranjero asumí el carácter de juez, usted lo sabe, el caso era extraordinario por tener carácter internacional, creí de mi deber actuar como lo hice.
Usted también sabe –le remarqué– que en el ramo penal el juez menor de las dependencias del distrito judicial respectivo, en ausencia del titular del juzgado superior, es auxiliar y en consecuencia a él le corresponde actuar en su lugar, en el presente caso, ni tengo investidura judicial, ni me correspondería en caso que lo tuviera, ya que el día de la comisión del robo y esclarecimiento en la casa de la señora Rosa Lara, usted estaba en el lugar ¿no era usted quien debía actuar en tal diligencia? Pero le resultaba más grato continuar en la orgía a que se dedicó con sus ilustres compañeros, desde su arribo a este mineral, cuando creía tener en mí su sustituto; pero no puedo ofrecerlo en esta función.
Con negativa se alejó de mí, advertí su disgusto, advertí también sus miradas hostiles, lo que hizo ponerme en guardia. Mi intuición no me engañó; instantes después, un inglés en cuya casa se hospedaba, me pasó traslado que se me estaba instruyendo un proceso. Con tal noticia monté en mi caballo y me presenté al tribunal con un memorial en la mano pintándole mi situación, y pidiéndole las garantías a las que me creía acreedor.
El presidente me trató con benevolencia, diciéndome que esperara, que iba a pedir informe. Al decirle que no llevaba recursos para permanecer en la ciudad algunos dias, me respondió que podía regresarme a casa a donde me comunicaría lo conducente. Me despedí agradeciéndole su atención, pensando después, que debía haberle pedido un salvoconducto que me pusiera a cubierto de cualquier procedimiento arbitrario; no se lo pedí ni el me lo ofreció.
Pocos días después recibí un oficio del juez pidiéndome que le informara oficialmente de mi actuación frente a su jerarquía en el desempeño de mi cargo como juez menor de este sector judicial. Sin omitir nada de lo ocurrido le repetí lo que personalmente le había manifestado, así como en mi memorial le había expresado al tribunal. Envié este informe a su destino y me quedé esperando la protección de quien creía yo que me respaldara. El respaldo fue una comisión armada que me cogió preso como si hubiera sido el asesino del extranjero. Fui entregado a mis verdugos y envuelto en un proceso, sin tomar en cuenta la ley que me favo recía, ni las múltiples atenuantes, que hablaban elocuentemente de mi defensa. Del tribunal no recibí noticia alguna.
Para estos tiempos ya soplaban los vientos del movimiento revolucionario, y las rebeliones para sumar adeptos abrían las cárceles y otorgaban libertad a los presidiarios. En una de esas me fui. Por eso no dudé en incorporarme a la revolución junto con todos los de Santiago de los Caballeros, convencidos de la necesidad de derribar ese sistema injusto y despótico.
*Diputado Federal, Presidente de la Comisión para la Conmemoración de los Festejos del Bicentenario y Centenario de la Cámara de Diputados y Cronista de Badiraguato.