Por Arturo García*
El albúr es cultura. Lo es porque responde a la definición según la cual, cultura es el conjunto de costumbres, prácticas, códigos y reglas que identifican a un grupo social o a una comunidad. El albúr no pide ni necesita certificados de legitimidad en tanto que expresión de raigambre netamente popular, aunque actualmente tiene pleno reconocimiento como tal en ámbitos intelectuales y académicos. Esto se debe en gran medida a uno de los libros más vendidos (y leídos) de México: Picardía mexicana, cuyo autor, Armando Jiménez, falleció el pasado 2 de julio a los 93 años de edad.
El denominado “rey del albúr” no fue un escritor de prosa refinada ni un ensayista de revelaciones deslumbrantes, pero con Picardía mexicana (1960) entró por la puerta de atrás (dicho esto sin albúr) en el apasionante y prolongado debate sobre “la identidad nacional” iniciado luego del triunfo de la Revolución Mexicana y sostenido durante buena parte del siglo pasado por autores como Samuel Ramos (El perfil del hombre y la cultura en México), Rodolfo Usigli (El gesticulador) y Octavio Paz (El laberinto de la soledad), entre otros.
Ingeniero y arquitecto egresado del Instituto Politécnico Nacional, Armando Jiménez (Piedras Negras, 1917) tuvo el mérito de identificar una expresión cultural donde nadie la reconocía y cuyo estudio, en su momento, no otorgaba prestigio intelectual; tuvo la paciencia y la generosidad para hacer un registro que al paso del tiempo ha adquirido gran valor documental; encontró el tono y la forma adecuados para realizar un obra que atrae la atención tanto de académicos y especialistas en distintas disciplinas (sociólogos, antropólogos, filólogos) como de cientos de miles de lectores distribuidos en todos los estratos sociales.
Se puede inferir que Picardía mexicana es el único libro que muchas personas han leído en su vida. El escritor Luis Miguel Aguilar escribió hace poco que hubo una época en que todos los hogares de clase media (y habría que añadir media baja) había una Biblia, a la vista de todos, y un ejemplar de Picardía mexicana oculto en algún rincón.
En la experiencia personal de quien esto escribe, la descripción de Aguilar es exacta: la Sagrada Biblia en fascículos coleccionables estaba a la vista de toda la familia. Pero la curiosidad (valga el eufemismo) preadolescente me llevó a descubrir bajo el colchón de la cama en que dormían mis padres un libro cuyo primer atractivo era que estaba escondido. Lo que siguió fue leerlo en sesiones clandestinas en las que el temor de ser descubierto era tanto como el disfrute culposo proporcionado por su lectura. En las frases de doble y hasta triple sentido, en los retruécanos, giros lingüísticos, sentencias y anécdotas, vino el descubrimiento de un universo sicalíptico y escatológico: ingenioso y refinado en ocasiones, burdo y grotesco en otras, pero a decir verdad divertido para aquel adolescente ávido de novedad que empezaba a asomarse al mundo.
El mismo Armando Jiménez era un adolescente cuando le vino la idea del proyecto que derivó en Picardía mexicana. Según su propia versión contada a un periodista en 2002, a los 18 años, en la Ciudad de México, empezó a ver “con tristeza” que desaparecían cantinas, pulquerías, salones de baile, carpas, teatros de revista, prostíbulos y cabarets: “sin saber para qué, me propuse rescatarlos del olvido, me armé de una cámara fotográfica, una libreta de apuntes, muchos lápices, y por cuanto establecimiento de estos pasaba le tomaba fotografías del exterior, pedía permiso para tomar del interior, conversaba con el dueño, con el encargado, con los parroquianos, con los vecinos, y llegué a reunir 2 mil 500 expedientes de otros tantos sitios”.
Parte de lo que encontró es el material reunido en Picardía mexicana, del cual a la fecha se han publicado más de 140 ediciones y se han vendido alrededor de 4 millones de ejemplares.
La primera edición, en septiembre de 1960, provocó las protestas de la retrógrada e influyente Liga Mexicana de la Decencia. En contraparte tuvo el aval de Alfonso Reyes, santón incuestionable de la literatura mexicana, cuyo comentario aunque breve no pudo ser más elogioso: “Todos los mexicanos hemos soñado, en cierto momento, escribir un libro como éste, y aun dimos los primeros pasos hacia esa meta; pero tropezamos en el camino con obstáculos casi insalvables que impidieron su realización. Picardía mexicana tendrá gran importancia y su valor irá aumentando al través de los años”. Palabras de profeta.
A lo largo de los 50 años transcurridos desde su aparición, el libro contribuyó a derribar tabúes, asestó un golpe a la hipocresía y a la doble moral y amplió los márgenes de libertad en una época en que el poder político y sus cercanos decidían que se debía escribir, filmar, pintar, fotografiar. Resulta sintomático, por ejemplo, que el mismo año de la publicación de Picardía mexicana, el cineasta Julio Bracho filmara La sombra del caudillo, basada en la novela homónima de Martín Luis Guzmán y cuyo tema central es un asesinato político en el que se incrimina a Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. La cinta permaneció 30 años enlatada.
El éxito de Picardía mexicana –reforzado por los posteriores y sucesivos prólogos de eminencias literarias como Camilo José Cela y Octavio Paz– es en todo caso y más allá de gustos personales, un triunfo de la libertad de expresión.
A todo esto ¿qué tiene que ver el Gallito Inglés del título? Bueno, es el dibujo con que Armando Jiménez acompañaba su nombre y los autógrafos que daba a sus admiradores. En la página 127 de la sexagésima sexta edición de Picardía mexicana el dibujo viene acompañado por el siguiente texto: Este es el gallito inglés,/ míralo con disimulo,/ quítale el pico y los pies/ y me…jor léanlo con sus propios ojos…