Por José Eduardo López Bosch Trejo*
Hace unos días, paseaba por las calles empedradas en medio de los puestos de cientos de artesanos, auténticos pochtecas tlahuicas, que expenden sus creaciones, en Tepoztlán, que ha recuperado el título de Pueblo Mágico, en donde, semana a semana, han atraído, por su belleza y variedad, a miles de visitantes y turistas, nacionales unos y otros muchos extranjeros, que vienen a admirar y a comprar, esas creaciones, que por la destreza (que unen trabajo de mente y manos), recuerdan la historia y tradiciones, como entre otros objetos, los míticos teponaztles.
De repente, en mi camino, sobre la empedrada calle principal, entre los visitantes y turistas, tuve que detenerme y voltear, al oír potentes voces que me llamaban por mi nombre, reencontrándome con la mirada franca y limpia de esos ojos verdes y poderosos, que destellan con el brillo creativo de siempre, como artista. Si, era mi amigo Manuel Arena, quien desde niño, destacaba por el brillo de sus ojos, en “el medio internado” (que estaba en aquella casa ubicada, justo frente a donde se encuentra la residencia del Episcopado), la misma casa, que después, fue la tienda de “los Scauts”, en la esquina de las calles de Córdoba y Durango (de la colonia Roma), en la Ciudad de México.
Comedor escolar improvisado, para suplir las necesidades y carencias de ese colegio, que se ubica en las calles de Mérida, al que llegábamos formados y en fila, haciéndonos desfilar, cada día por esa cuadra, que separa ambas instalaciones, custodiados por aquel “can servero”, que tenía ojos de maldito, al que apodábamos el lobo (maestro de un grupo de segundo año), quien nos imponía sus caprichos y voluntad, aprovechando su edad, corpulencia y autoridad, que representaba.
Sí, en medio de miles de visitantes y pochtecas tlahuicas, reencontraba a mi viejo amigo y gran artista plástico, Manuel Arena Ochoa, de quien fui, primero compañero de sus hermanos, luego amigo; cuando estudié con el maestro De la Paz Pérez y el maestro Azad (que nos contaba que fue pintor de cámara del Rey, Alfonso el Sabio) en la escuela de pintura y escultura “la Esmeralda”, e iba a comprar mis tubos de óleo “Lefranc”, al negocio de su padre, tienda situada contra esquina del parque de San Fernando, en cuyo histórico panteón está el mausoleo de Don Benito Juárez, y otros muchos liberales del siglo XIX.
Ahí en ese “expendio de materiales para artistas”, en donde muchísimas veces vi llegar “por sus materiales”, a grandes maestros del arte, identificados como los rectores de “la escuela mexicana de pintura”, entre ellos a Diego Rivera y al Dr. Atl (Gerardo Murillo), a los que fui presentado por su padre, Don Manuel y a los que visité múltiples veces en sus casas (de Altavista y de la Colonia Santa María la Ribera).
Recuerdo que el “regente de hierro”, Urruchurtu, le había regalado y mandado instalar, al Dr. Atl, aquel andamio metálico, con un motor (que le permitía subir y bajar, e ir de derecha a izquierda), facilitándole su labor muralística, que suplía la incapacidad física, por la pierna que le faltaba.
Han pasado algunos años, antes del reencuentro, en que no platicaba con mi amigo Manuel Arena Ochoa, quien ahora me contó de su actividad artística, sus múltiples exposiciones individuales y colectivas, en galerías, casas y centros de cultura, que le han dado, a su obra, una proyección simultánea, nacional e internacional.
También me comentó sobre su amplia labor docente, que durante 27 años consecutivos realizó, como maestro de dibujo y pintura, proyectando sus conocimientos y su creatividad dentro del mundo artístico, a cientos de jóvenes, que se han convertido en nuevos valores, que han encaminado sus pasos en este universo del arte, en los magníficos Talleres de Artes Plásticas y Artesanías del IMSS, en San Jerónimo Lidice (nombrado así, como víctima nazi, del pueblo vasco, mártir).
Nuestro encuentro casual, provocó una visita a su estudio, con su colección particular, en las que volví a constatar su capacidad de creación original, con una cromática sensible, que trasluce su vida, experiencias, recuerdos y sus sentimientos; que reflejan (dentro de una escuela expresiva del realismo, impresionismo, o surrealismo y abstraccionismo, utilizadas indistintamente) ese sabor propio de su personalidad, en donde plasma, con la honestidad y seguridad de sus trazos y pinturas, una visión, que revela, como me lo dijo, “…lo terrenal, lo cotidiano, lo bello de la vida…”, a lo que le agrego, “… sus sentimientos, amores y amistades”, utilizando todas las técnicas y materiales (acuarela, acrílico, barras conte, carbón, gouache, lápiz -de cera y grafito-, óleo, pastel y tinta).
Sus cuadros nos dejan ver y revelan la originalidad creativa de su obra, en las que generalmente inicia con el trazo en la parte superior, para desplazarlo verticalmente e iniciar la composición, con sus figuras sobrias, realistas, de miradas espirituales y profundas, unidas armónicamente, en las que destacan, figuras costumbristas, familiares, con las formas humanas, principalmente femeninas, que nos describen esos sentimientos personales y autobiográficos de “su realidad”.
Interesante y fructífero encuentro en Tepoztlán, pueblo mágico de la geografía mexicana.
*Cronista de Tláhuac, D.F., profesor de la UAM-X y UNAM.