Muchos y muy variados temas atraparon la atención de Carlos Monsiváis, pero la farándula es uno de los que tuvieron un lugar especial entre sus obsesiones. El espectáculo y su parafernalia le fascinaban como objeto de estudio y al mismo tiempo le seducía la fama evanescente y el glamour de oropel que envuelve al medio.
La bibliografía del escritor da cuenta amplía de su filias faranduleras. Ahí está, por ejemplo, incluida en Días de guardar, la crónica de un concierto de Raphael en la Alameda Central de la Ciudad de México y después en un centro nocturno de moda, en 1968. Mordaz y lapidario, el cronista desmenuza los comportamientos del público en uno y otro escenario, intercala observaciones de orden sociológico, compara y establece una lucha de clases en la que todos pierden, hace crítica política, vapulea y condesciende con el entusiasmo desbordado de las admiradoras del cantante y remata, quizás curándose en salud: “el que esté libre de pósters que tire la primera piedra”.
En Amor perdido se encuentra, a juicio de quien esto escribe, una de las piezas periodísticas más logradas de Monsivaís: la magistral semblanza que hace de Agustín Lara, donde rastrea la raíz lírica del autor de Noche de ronda; demuestra que sus canciones son las herederas cursis de la poesía romántica de fines del siglo XIX y principios del XX; y sostiene algo que no resulta nada desdeñable considerando el actual empobrecimiento y corrupción del idioma: “Divulgada y arraigada la fe nacional en la poesía (durante el siglo XIX), le tocará en el siglo XX a la ‘canción romántica’ mercantilizar el alborozo de sus creyentes”.
Lo que hace aún más notable al texto, es cómo el autor documenta el “panorama de costumbres” (palabras de Salvador Novo citadas por el propio Monsiváis) en el que surge la vida y leyenda de Agustín Lara. Sitúa el contexto social, político y cultural (incluido lo moral) para entender por qué las canciones del “músico-poeta” se convirtieron en el libro de texto para la educación sentimental de varias generaciones de mexicanos a partir de los años 20 del siglo pasado.
También en Amor perdido, Monsiváis aborda la épica etílico-amorosa de José Alfredo Jiménez, para hablar de las contribuciones del compositor guanajuatense a la conformación de cierto estereotipo –constantemente actualizado– de lo mexicano: “En las antípodas de Lara, José Alfredo no rehusa el lugar común verbal o melódico (seguramente los ignora como tales) y hace suya, sin reservas, la idea mayoritaria de lo poético”. Monsiváis reproduce las críticas que la intelectualidad hace de las canciones de José Alfredo y del universo donde surgen: “Machista, dipsómano, desobligado, incapaz de afrontar la realidad”, y párrafos adelante lo describe de manera absolutoria: “(José Alfredo Jiménez) El hombre que desartículo una prédica del machismo y legitimó y promulgó las ‘lágrimas de los muy hombres’ es ya institución perdurable de una colectividad y su memoria recóndita de pérdidas y despojos (con la consiguiente reconstrucción teatral de los hechos). Ojalá que nos vaya bonito…”
Tiempo después, en la década de los noventa del siglo pasado, engañado por el espejismo que a muchos nos engañó, el escritor testimonio en Los rituales del caos el momento de mayor fulgor y credibilidad de la hoy inefable Gloria Trevi. Años antes del escándalo que dejó al descubierto el rostro verdadero de la cantante regiomontana, Monsiváis vio en ella a “la vocera de una generación” en cuya popularidad “intervienen la audacia y la franqueza y el juego erótico y la apariencia frágil y cachonda y la energía y la voz gruesa, gruexa, que anima un repertorio donde las ganas y su realización instantánea son una y la misma cosa”. Ya todos sabemos lo que pasó después.
Es inagotable la lista de personajes y fenómenos relacionados con la farándula de los que se ocupó Carlos Monsiváis: desde las figuras legendarias de la llamada “Epoca de Oro” del cine mexicano como María Félix, Pedro Infante, Tin Tan y Tongolele, hasta Los Tigres del Norte y Molotov, pasando por Paquita la del Barrio, Irma Serrano (La Tigresa), El Piporro y Luis Miguel.
El cronista y ensayista sabía –y por él muchos lo entendimos así– que la farándula es como un espejo de la verdad en el que también se pueden observar las aspiraciones, miedos, limitaciones e, incluso, virtudes de una sociedad.
Resta decir que Monsiváis no fue únicamente un observador distante y neutral de la farándula nacional, también fue un protagonista. En contraste con su talante huraño y solitario, realmente parecía disfrutar, a su muy particular manera, de las cámaras y los reflectores. En un texto anterior mencionamos su aparición en un videoclip de Luis Miguel, su papel como Santa Claus ebrio en la película Los Caifanes. Ahora añadimos aquella escena del filme En este pueblo no hay ladrones, donde se le ve –quizás veinteañero– en una escena jugando billar junto al escritor Juan Rulfo y al caricaturista Abel Quezada. Ahí está también su presencia en programas de televisión como El Calabozo o chacoteando con La Beba Galván (personaje de Víctor Trujillo).
Sin pretensiones de juzgarlo, se puede decir que este aspecto en apariencia frívolo de su personalidad, tuvo que ver para que se distinguiera como el intelectual más mediático del México contemporáneo: Monsiváis superstar.