Segunda parte.
Por Francisco Padilla Beltrán*
De esas francachelas revolucionarias destacaba el general Juan Carrasco un revolucionario que por sus características físicas y su vastedad en la embriaguez llamó la atención del escritor “como tipo representativo de la revolución”. Lo cuenta así: “Por aquellos días su nombre sonaba a menudo cercano a nosotros. Aparte de sus acciones guerreras, no había quien no hablara en Culiacán de los entusiasmos prolongadísimos con que celebraba él los últimos triunfos revolucionarios, muy en particular el de la toma de la capital. Cierta mañana lo vi pasar por las principales calles en entera concordancia con lo que de él se decía. Iba en carroza abierta, terciada la carabina a la espalda, cruzado el pecho de cananas y acompañado de varios oficiales masculinos y uno femenino y notorio: la famosa Güera Carrasco. Detrás del coche, a la buena usanza sinaloense, una charanga, hasta de cuatro o cinco músicos se afanaba por seguir el paso de los caballos, sin dar reposo a sus instrumentos. Y lo más curioso era que los miembros de la murga, visiblemente rendidos por el doble ejercicio, mostraban menos fatiga que el séquito y el general.
De estos sin duda, el central era Carrasco. Con su esbeltísimo talle, con su cabeza pequeña y su rostro broncíneo, de facciones angulosas, su gran figura dominaba la escena, la Güera –se comprendía en seguida– se esforzaba a su vez por ocupar su sitio y llamar la atención, pero en este punto, Carrasco la traía echa añicos, él pese al cansancio que parecía doblegarlo– y sin pretenderlo ni saberlo quizá– acaparaba las miradas del público: todos se volvían a ver su cara partida en dos por la línea negra del mugriento barbiquejo y velada a medias por el ala oblicua del sombrero, puesto con garbo.
Con éste –dijo a mi lado una voz– son tres los días que lleva así el general Carrasco”.
El Culiacán revolucionario que vio Martín Luiz Guzmán
Después de la guerra viene la calma, a medida que la ciudad de Culiacán volvía a la tranquilidad perdida por haber sido escenario de la lucha revolucionaria, los caudillos locales, con la hospitalidad que le caracteriza al culichi, comienzan a mostrar las bondades del paisaje del terruño a los caudillos fuereños: Nuestros paseos- decía Martín Luís Guzmán- solíamos hacerlos en carretela, invitados por el general Iturbe. El carruaje, de muy buenos muelles y excelente tiro, rodaba blando sobre la húmeda tierra de las calles principales. Lugo agotado el centro daba tumbos entre el lodo y los
charcos de los barrios extremos (en 1913, la ciudad eran unas cuantas calles paralelas al río ) y de esa manera visitábamos los sitios más recónditos y advertíamos los más nimios detalles de cuanto desfilaba ante nuestros ojos. Por que como íbamos siempre a un paso que resultaba desproporcionado con las dimensiones de la ciudad, había que pasar y repasar por los mismos lugares para que la distracción durase.
Iturbe, no sé si por hábito propio o por seguir alguna costumbre sinaloense, no daba instrucciones generales al cochero en el momento de partir, sino que iba diciendo, conforme avanzábamos , el camino que había de seguirse: “ A la derecha” “A la izquierda”, “Para atrás”, “Por el puente”, “Hacia la capilla”. Y si la necesidad de comunicar una de estas ordenes lo sorprendía conversando, en el instante preciso quebraba la frase, y se dirigía al cochero y reanudaba en seguida sin tropiezo alguno, lo que venía diciendo.”
En esos paseos en carretelas era menester detenerse muy a menudo “al pie del cerro de la Capilla (con el tiempo el pueblo le llamaría La Lomita) ahí descubrió el escritor la espiritualidad que acompañará a Iturbe toda su vida y de la cual hacen referencia muchos de sus biógrafos: “nos apeábamos del coche entre materiales de albañilería ; piedras, ladrillos, arena, cal. Iturbe se alejaba de nosotros hablaba con el maestro de obras; pasaba revista a lo que había echo ese día y luego nos enteraba en detalle de aquel proyecto suyo. La primera vez que estuvimos allí nos dijo: “ Un día- de eso hace mucho tiempo, aún andaba a salto de mata por el monte- hice la promesa de construir tan pronto como Culiacán cayera en mis manos, una escalinata que subiese desde lo más bajo del cerro hasta la puerta de la capilla. Ahora, según ustedes lo ven, estoy cumpliendo esa manda”.
Nos decía esto Iturbe fija la vista no en nuestros ojos, sino en el pequeño santuario del cerro y pronunciando la parte final de la última frase con firmeza un tanto fingida, como si quisiera, gracias al tono, dejar liquidado el punto. Este temor, sin embargo, bastante grande para asomar al rostro, nada podía contra los actos. Iturbe se ruborizaba que sus compañeros de armas o de ideales políticos lo vieran entregado a construir una escalinata por mero impulso religioso, por un simple acto de fe en la potencia divina, pero, contra todo rubor, la construía.