Por Francisco René Bojórquez Camacho*
Existe una creencia muy generalizada, que muchos de los vocablos que se pronuncian en Sinaloa provienen, o son producto del desarrollo lingüístico alcanzado por nuestros propios usuarios. Incluso, algunos de los que nos sentimos atraídos por el sinfín de palabras y frases pueblerinas, sostuvimos en un tiempo, con mucho orgullo, que las maneras específicas para nombrar las cosas, constituían verdaderos regionalismos nacidos en nuestro Sinaloa querido, y que nos llegaron hasta la actualidad, como herencia de los abuelos y tatarabuelos y por ello, queremos que se conserven como un rasgo distintivo de nuestra extensa cultura, ya que al parecer, esas palabras “reflejan de manera más certera lo que queremos expresar”, así que ese es el fundamento para continuar manteniéndola “vivita y coleando”, ya que es una forma de rendirle culto a nuestros ancestros y sus maneras tan peculiares de nombrar las cosas y sucesos de la realidad.
Sin embargo, esta creencia no parece tener mucho argumento, cuando empezamos a hojear con una lupa, a la obra cumbre de Miguel de Cervantes de Saavedra. Es en esos instantes, al zambullirte en los mares de dichos, vocablos que brotan de un mandamás de una ínsula, cuando te percatas de la “mentecatez” en la que has estado viviendo; ¡no es cierto que esa cultura lingüística nos pertenece!, ¡ese “tesoro” popular resulta que ya tenía dueño!
Y es que resulta que los españoles al conquistarnos, trajeron un amplio repertorio de palabras que luego, luego, encontraron tan buen acomodo, que ya no se les ha podido desterrar, a pesar que se diga por los académicos, que los lenguajes están en constante mutación al aceptar nuevas voces, y eliminar otras que ya no tienen ninguna razón de expresarse. De ese modo, hemos sido testigos de la desaparición de una infinidad de palabras, a consecuencia de la modernización a la que han entrado las sociedades actuales. Aun así, en el habla sinaloense se siguen utilizando infinidad de éstas, mismas que se resisten a pertenecer a la categoría de “palabras en extinción” por una razón aparentemente clara; el habla “cervantina” parece estar “blindada” contra esos males que aquejan a los idiomas.
El genio de Cervantes recogió del pueblo español de aquella época (en el 2005 se cumplieron 400 años de la primera publicación), una infinidad de palabras de uso corriente en la vida cotidiana de aquellos tiempos y que hoy, en pleno año 2006, el sinaloense no puede prescindir de éstas en sus diálogos. Podemos oírlas de los labios de un político, de un maestro de escuela, de universitarios, rectores, literatos, músicos, campesinos, etc. Y es que al parecer, estas voces (como dice mi padre Francisco Bojórquez Parra) “enconejan” o “irman” tan bien con la “cosa” que designan, que no se hace necesario recurrir a los “sinónimos” para que el interlocutor comprenda el mensaje.
Empezaré ejemplificando con el entorno familiar donde crecí; Los Capomones, Angostura, Sinaloa, ubicado a escasos cien metros al norte de la caseta de cobro de Alhuey por la carretera Costera Mar de Cortez. En el escrito que desarrollaré a continuación, intento fundir el lenguaje del Quijote, con mi repertorio lingüístico como miembro de esta comunidad de hablantes. Advierto que las palabras que aparecen negritas y entrecomilladas, pueden ser leídas así, en la obra literaria a la que he referido en líneas precedentes.
“Como esta comunidad es muy pequeña, quizá una veintena de casas, no teníamos peluquero que diera el respectivo servicio. Mi padre tenía una maquinita mecánica y nos “trasquilaba” a la vez que nos iba diciendo no te buigas porque te puedo cortar; a propósito de buigas; Teresa Panza dijo: me están “bullendo” los pies por ponerme en camino cuando recibió carta de Sancho ataviado con el cargo de Gobernador de la ínsula. En esa peluquería improvisada, la “retahíla” de mi progenitor se hacía muy palpable, me endilgaba una serie de adjetivos; “mentecato”, “zonzo”, “menguado”, “motilón”, entre otras. Ya que nos dejaba todo “rapa” y con un “copete”, nos untaba un “menjurje” que él preparaba. Mientras hacía eso, mi madre sentada en un catre de “jarcia”, amasaba harina en una “artesa” de madera del tamaño de la mesa, a la vez que le pegaba “coscorrones” a los plebes cosijosos, que pronto se retiraban haciendo “pucheros” por los “chichones” que les salían en la mocenca. Se arrimaban a un “aguamanil” para echarse agua, y así todos “deschabetados” y “magullados”, y ni “ansina” se les quitaba lo “malandrín”. La “chusma” se alebrestaba debajo del “terrado” y los que no cabían se iban al “toldo” con las “canillas” pintas de los azotazos. Mi madre sabía que esa era una “maña” que habían agarrado como “ancheta”, para que les diera de comer “albóndigas” y una “tajada” de sandía de las negras. Al más “arremangado” de los hermanos, no le daba su tunda porque traía una “postemía” muy mala, así que le “encasquetaba” un “pomo” tan grande como un “bacín”, pero pronto le comenzaban las “bascas”, así que ese suceso fue tomado como un mal “agüero”.
Como se puede apreciar, la lista de palabras que provienen de esta obra literaria no parece tener fin; las he recogido de una lectura muy detenida del texto del Manco de Lepanto, con la finalidad de compartirla con los lectores sinaloenses y así motivarlos a leer detenidamente y con entusiasmo la obra. Seguramente, al terminar ese recorrido lleno de desquiciadas aventuras, coincidirán conmigo, que Miguel de Cerbantes de Saavedra,(así lo escribía a veces con “b”) debe de ser nombrado, por su gran aportación a nuestra cultura como un “SINALOENSE DISTINGUIDO”.
Para finalizar con esta gran comilonga que nos ofreció Cervantes, permítame que cierre el escrito con un verdadero “postre” lingüístico, arrancando esta relación de voces, de las páginas del libro más importante que se haya publicado en el idioma Español, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha; ¡ buen provecho sinaloenses!