Primera parte.
Por Francisco Padilla Beltrán*
El año de 1913 el periodista y escritor Martín Luís Guzmán llegó a Culiacán, lo acompañaba Miguel Alesio Robles, ambos venían comisionados por Venustiano Carranza, el primero como oficial mayor y el segundo con el puesto de secretario general de gobierno de Sinaloa, la ciudad recién había caído en manos del constitucionalismo. A su llegada percibieron la división de los revolucionarios entre Iturbidistas y Riveristas, los nombramientos que llevaban se percibían por los Riveristas como una imposición de Carranza, Martín Luis Guzmán lo cuenta así: “A esperarnos en la estación de Culiacancito vinieron el general Iturbe con todo su estado mayor, el general Diéguez con el suyo y el gobernador (Felipe) Riveros con los altos funcionarios del gobierno. Y Riveros al momento de las presentaciones, recalcó varias veces, con visible intención los títulos de “secretario general” y “oficial mayor” al decir los nombres de las personas de su confianza que desempeñaban tales cargos”. Esto llevó a que ambos decidieran mejor no presentar las cartas con sus nombramientos dados por Carranza.
En las páginas de su libro “El águila y la serpiente” se encuentran interesantes observaciones de la ciudad, de la vida cotidiana de sus habitantes y de la actuación de los revolucionarios a los días de haber sido ocupada por las fuerzas constitucionalistas. En esta coyuntura histórica de las conmemoraciones del centenario de la revolución, reproducimos aquí lo que narra en dicho texto:
“Abandonando el propósito de hacernos nombrar funcionarios sinaloenses, volvimos a hacer dueños de nuestras acciones y nuestro tiempo, para distraernos decidimos hacer el reconocimiento físico y psicológico de Culiacán: las tiendas saqueadas –rotas las puertas, vacíos los anaqueles– no cobraban su verdadera significación hasta después de detenernos ante ellas insistentemente. Las casas desiertas de donde la turba sacara los muebles, sugerían apenas un leve momento de desorden confuso, una arruga pasajera en la trama del vivir social, no la guerra intestina en su máximo desenfreno. Discurrían por las calles escasos grupos de habitantes puestos a la tarea de ganarse la vida en un sitio en donde apenas se encontraba que comer; pero su aspecto, pese a las circunstancias era de lo más riente, de lo más optimista, de lo más seguro”
Al periodista metido a revolucionario, le llamaba la atención cómo a pesar de ser una ciudad desolada por el conflicto revolucionario, sus habitantes se las arreglaban para seguir con su vida cotidiana, “ayudaban” a ello algunos vivales que a río revuelto obtenían su ganancia valiéndose de la ocasión: “ Para surtirse de otra camisa o para reponer los inservibles calcetines había que esperar la llegada de Schwab el famoso comerciante judío de aquella época que hacia viajes hasta Nogales de Arizona, de donde regresaba cargado de saldos de ropa, fantásticos por el estilo y los precios y con los que nos vestía de un modo aún más fantástico. Pero eso no variaba nada ni contaba nada dentro del ritmo de la naturaleza ambiente; como tampoco parecía importar que no siempre hubiese pan en la ciudad, ni carne, ni café, ni otros alimentos por el estilo”.
Había escasez de alimentos pero la cerveza no podía faltar: “semanas después, Laveaga –el que luego sería senador y entonces se ocupaba de las nobles tareas del comercio– habría de aparecerse como un dios mitológico en medio de aquel vivir sensual y brillante. Hacía tiempo que Culiacán prácticamente no probaba la cerveza, Laveaga lo supo y mercader revolucionario esforzado, pasó un furgón de ella frente a los federales de Guaymas y no paró hasta Culiacán. La ciudad lo recibió en triunfo, le pagó a peso de oro su amargo líquido e hizo por varios días una fiesta que de ser otra edad imaginativa de los culiacanenses se habría perpetuado dando nacimiento a una leyenda o a un mito”.
Y como había mucha cerveza, la fiesta en medio del desastre continuó: “Otro dios o semidios, asimismo mitológico. Era Octavio Campero. Éste, desde la entrada de las tropas, se había posesionado del Casino de Culiacán –casino de científicos– para hacer con él lo mismo que quienes lo poseían antes, sólo que ahora con los hombres nuevos. Y la verdad es que su iniciativa mereció copiosísimos aplausos de todos los amigos y correligionarios. Organizador y activo, Campero cuidó en el acto los menores detalles: mandó imprimir tarjetas de entrada para nuevos socios, contrató servidumbre, puso en marcha la cantina, dio animación a las partidas de juego y a las reuniones y charla, a las tertulias. A las mesitas del casino revolucionario culiacanense fui yo a recalar muchas tardes, extenuado de fatiga tras largas caminatas”.