Por Adrián García Cortés*
Recién llegados a la estación de Guamúchil, todavía sin descargar el menaje de la carpa, mis padres aún no salían de sus dormitorios improvisados en el vagón de ferrocarril. Eran cirqueros y andaban de gira carpera por los pueblos de Sinaloa.
Mi madre, a punto de dar a luz, pidió a su marido que el alumbramiento fuera en Culiacán. No le hizo caso; los tiempos ferroviarios y la oportunidad de regentear el bar del Hotel Ferrocarril recién construido, fueron determinantes para ir a la prevista estación. Eran los tiempos del auge garbancero en Angostura y Guamúchil el sitio de embarque.
Sería la madrugada o temprano al amanecer del 8 de septiembre de 1924, cuando mi madre sacó a la luz el hijo único de su vida. Ese era yo. Obvio, no habiendo tiempo para buscar un mejor pesebre, se buscó una partera y allí mismo en el vagón salió el niño chillando sin necesidad de las nalgadas con que hoy los médicos aplican a los recién nacidos, incluso antes de cortarles el cordón umbilical.
Ante este acontecer, a mi madre se le buscó un lugar, por allí atrás de la principal calle del poblado naciente, para que cumpliera la cuarentena a que sometían las desalmadas parteras. Era una típica casa de entortado en el techo y paredes de vara ripiadas con lodo.
En el ínterin mi padre, ya con aviesas intenciones, me llevó ante el oficial del Registro Civil y, por razones que ignoro, convenció al registrador que me anotara en el libro de nacimientos como hijo natural de él, sin madre. Desde entonces cargo con ese baldón de haber nacido en Guamúchil sin madre.
Tiempo después, quiso hacer lo mismo al cumplir el rito del bautismo. Eso sí, ritual y creyente, creía hacer lo mejor. Sucedió entonces que al presentarse ante el párroco de Mocorito –en Guamúchil no había iglesia– me anotó también como hijo natural de él,
otra vez sin madre.
Pero la sorpresa de mi padre fue contundente. El cura, más letrado que el oficial civil, simplemente le dijo: –Señor, he conocido muchos hijos sin padre, pero ninguno sin madre. Así que me trae la madre, y si no, pues el niño se queda sin bautizo.
O lo que en nuestros días ocurre, muchos ya nacen sin ser cristianos o, lo peor, hijos de padres que se casan entre sí, aunque no haya madre. En bonito lío me hubieran metido.
Finalmente, tuve madre, y desde entonces me llamé J. Adrián, hijo de Jesús P. García y de María Cortés. Lo de J supongo que es José, porque en el primer registro fui a secas José García.
Lo que ocurrió después, es otra historia para contar, porque todavía a los 46 años tuve que volver a Guamúchil –ahora si me consta que con madre–, a registrarme de nuevo. Con lo que hubo de transcurrir más de cuarenta años para integrar mi nombre oficial de José Adrián García Cortés. Por lo que puedo presumir que tengo cinco registros de nacimiento; eso sí, todos nacido en Guamúchil.